DAVID “CASACA”
En la esquina de la avenida Vollmer y Caracas, apenas anochecía, lo invadían una jauría voraz de “comehamburguesas” y “perrocalientes” impíos y sedientos. El lumpen agrio del barrio de Sarría y los buenos “panas” de San Bernardino, ex convictos y confesos, expresidiarios, asesinos en serie y muy serios, rameras redimidas, homosapiens trogloditas, travestis y homosexuales en ejercicio, “prosores” de ciencias ocultas y cuánticas, vecinos bostezando su fórmula famélica de masa, poetas sin musas, alcohólicos anónimos y sinónimos a la deriva de alguna fe adorable sin destino blasfemo. David los conocía a todos y para cada quien manejaba un lenguaje coloquial. Aquella esquina era la encrucijada de las transfiguraciones. Para cada parroquiano había un rito anticlerical desalmado. Por sus coloquios discurría filosofía de calle, gastronomía al paso, apuestas por un número y la poesía egoísta de pensar más en uno mismo, en medio de la bohemia con la alta alcurnia de la pobreza caraqueña. En ese lujurioso mar de distrito popular, el sobrino de David hacía las veces de chef de comida rápida caraqueña, que cada vez que podía se escapaba de sus afanes culinarios hacia el histórico “antrobar” la estrella de San Bernardino. Era como un imán de adolescencia. Allí dejó las huellas de sus codos y su cabeceo enamorado de la noche con sus primeras cuitas envenenadas de cupido por los tragos fuertes y versos cómplices que hacía de los travestis y trabajadoras nocturnas, la parteras del psicoanálisis más versado que el mismísimo Freud habría podido imaginar.
Con el correr de los años aquella esquina lujuriosa que alguna vez dio paso al paso doble de Otoniel de Castilla, un “bailaor flamenco” de origen peruano, que con su adorada esposa hacían que las desmadrugadas tertulias tuvieran un ritmo mucho más sensual y calenturiento que de costumbre; aquella lujuria que también le dio al citado bar “La estrella”, una despampanante morena con sus ritmos afrocubanos dedicados a su adorado esposo de origen chileno y gran amigo; se fueron convirtiendo en capilla y catequesis, en salón de clases alternativo y universidad de la calle, atractivo y pudor. Es que de tanto vivir frente a todo aquel paisaje de libertinajes a discreción, sabía bien que me iba a encontrar a mis congéneres, a esos seres tan o quizás más vivos que yo, preocupados por el origen de las cosas, por la explicación de los fenómenos existenciales, con el fondo y forma estética con qué explicar que la vida existe de otra manera y para nada exacta y pura como dice nuestro tan querido y académico recordado Baldor.
Así discurrían nuestros diálogos comunes y corrientes, particulares y trascendentes, con penas y alegrías, en una especie de asamblea. En cualquier momento podía hacer acto de presencia un alto pana del hampa caraqueño, un choro bien plantado cual maestro en sus artes antisociales, o un filósofo nihilista que no cree en nadie, o un irreverente poeta sin trabajo, o un pintor de paredes sin pintura por culpa del capitalismo salvaje, o un supuesto brujo que te adivinaba la mala suerte, o un arriesgado taxista nocturno que evitaba el trabajo diurno por el rudo calor caraqueño, todos, absolutamente todos reunidos en esa esquina que el tiempo convirtiera en un obligado parador turístico gastronómico, donde se hacían inevitables pedir un sabroso perro caliente o hamburguesa, expectante de las desmadrugadas movidas de la noche.
Las cervezas nunca faltaban entre las calles aledañas de los parroquianos, así escasee la plata o la lógica de las buenas costumbres. Pasada la medianoche, casi siempre se formaban motines. Pese a ello, jamás participé en bronca alguna, nunca vi un balazo atravesando algún parroquiano, mucho menos un botellazo. Si fui testigo de excepción de los inútiles intentos por llegar a su destino de algunos paisanos pasados de copas al extremo de no poder más con sus embriagados cuerpos. Terminaban literalmente durmiendo en las aceras de las calles, escupiéndose a si mismos, sin mayor identificación que el reconocimiento de sus amigos. Andaban indocumentados y para colmo, por efectos del trago no se acordaban ni de cómo se llamaban. Sólo respondían a sus apelativos. Uno de ellos “Lucy”. Un buen muchacho, sin duda.
Después de muchos años volví a pasar por San Bernardino, llegué a la misma esquina, pero la encontré recortada por un minicentro comercial. No había ni el más mínimo vestigio del carrito ambulante “perrocalientero”. Perdí de vista la estrella aquella de los trasnochos nocturnos. Ingresé a un “pharma alaska” y sólo atiné a pedir una aspirina en la misma barra donde hace un tiempo no muy lejano exigía un guarapazo de ron. Mi hígado antes que mi corazón es fiel testigo de aquellas cuitas de amor, de allí que vuelve a mi mente esta esquina como una especie de cofre de mis recuerdos y cariños más entrañables. No es de extrañar entonces que mientras escribo estas líneas, unas lágrimas humedezcan la servilleta portadora de las aspirinas que compré. Son testigos: David, el recordado “casaca” para sus amigos y su sobrino Alfonso; el chileno que casi religiosamente acompañaba cada fin de semana a su despampanante esposa cubana, y con quien departíamos gratos momentos de fútbol, que lamentablemente una aciaga noche fue literalmente cortado por el hampa tras evitarle una desgracia a su consorte; el paisano taxista de una especie de limosina nocturna que andaba juntando dinero para irse definitivamente a su entrañable Perú, pero que murió en el intento, una vez más, víctima del hampa; Otoniel de Castilla y su flamenco; la señora Carmen y su inmundo Edmundo, dueña de la quinta que nos servía de aposento, que aún hoy sus paredes sobreviven; el chino Yoni con su comida china y sus extrañas trampas nocturnas caza gatos que nos hacían pensar que literalmente comíamos maullidos.
Lo cierto es que por estas calles rondaron los varones más fieros de Caracas. Cada cual cargando sus penas y condenas, sus amores y desamores. Las cicatrices se veían bien parecidas, cual “Al Pacino, caracortada”, apenas coqueteaban con la esquina del movimiento. No he visto seres humanos más salvajes que esos que llegaban casi extenuados después de hacer sus fechorías. Sus ojos encendidos en cólera los delataban. Andaban como incendiados, rojos, entre el alcohol y las drogas. Sin embargo, un perro caliente o una hamburguesa eran como una hostia para ellos. Se les instalaba la calma al ingerirlos. El “perrocalientero” era una especie de sacristán para todos ellos. Uno se contagiaba, y en lo particular, pese a venir de la universidad o del trabajo sano y bueno, igual se me instalaba la calma en plena esquina tras un perrocaliente, hamburguesa o “pepito”. Yo me iba antes que caiga la trasnoche. Luego, la esquina era el mismo infierno con la gente más prestigiosa del hampa nativa y proactiva. David “Casaca” entonces, de amable tendero de perros calientes y hamburguesas se convertía en un feroz “pitcher”. Cierta vez llegué nocturneando. Casaca tenía otra voz y manejaba un cuchillo (el mismo con el que cortaba los panes) para tener en raya a los guapos que gracias a la ingesta al paso se habían convertido más que en alcohólicos, en sus acólitos. El escogía los temas a tratar, ellos cargaban sus tragos, al margen de la ingesta. Vaya maña. Casaca me miró. Me insinuó que me vaya. Me regaló una sonrisa matinal y por eso estoy vivo. Luego me contaron que los corrió a cuchillazos. No lo creí aunque siempre supe que dormía con la muerte, no era para menos aquella histórica esquina. Tal vez por algo así cargaba un ojo medio de vidrio. Casi que me lo contó, pero no alcanzo a recordar del todo aquel extraño cuento de su esquivo mirar.
Tiempo después en lontananza, me enteré que aquel día que no encontré ni el menor rastro de “Casaca” y aquel puesto de “perrocaliente” en San Bernardino, significaba que había decidido ir a pasar días de placer en el llano venezolano, pues como dice el tema “cuando el amor llega así de esta manera, uno no se da ni cuenta, quererse no tiene horario ni fecha en el calendario cuando las ganas se juntan”. Sin duda, aquella lujuriosa esquina había dado su mejor fruto, “Casaca” había decidido dar rienda suelta a sus más íntimos deseos de volver a tener una nueva oportunidad en el amor. Sus hijos mayores ya estaban lo suficientemente grandes como para él volver a hacer una familia. Y así lo había decidido, andaba por el llano venezolano, en nuevas nupcias y negocios. No alcancé a ubicarlo, sólo supe de él por boca de los nuevos negociantes de comida al paso de la zona.
Sólo me queda agregar que uno sólo es uno cuando abre la puerta del antro, se mira con sus congéneres, menta la madre al destino y se mete entre pecho y espalda aquel elíxir que a unos los manda al infierno y a otros, como a este cronista, nos obliga a decir que extraña mucho todo aquello. Todas esas pláticas donde “Casaca” por ejemplo, dudaba entre animarse a mandar a todos al diablo y hacer su destino, o quedarse allí detenido como que todo hubiese concluido.
Yo no era así, aquella esquina, los amigos y el bar me cambiaron, pese a ser abstemio. Y para bien, digo, es un decir.