EL COMPLEJO FIDEL
Sabía que era una de las últimas visitas oficiales que daba el entonces Comandante Fidel Castro a la ciudad de Caracas (marzo de 1999). Su anfitrión andaba alborotado, parecía un personaje más de la sierra maestra. Con su uniforme de comando emitía sus cadenas televisivas anunciando la llegada del líder de la revolución cubana.
Mi condición de corresponsal periodístico, y diría yo, sobretodo la curiosidad de conocer en persona a la especie de leyenda viva que sin duda era el aquel entonces casi “octogenario” Comandante; hicieron que acudiera a mi alma mater comunicacional, la Universidad Central de Venezuela (UCV), a cubrir el encuentro pautado con la juventud estudiantil bolivariana, en el Aula Magna.
Aunque era la otra cara de la medalla, aquel encuentro no sé por qué lo encontré similar al que hiciera Karol Wojtila, el recordado papa Juan Pablo II, a la carceleta del Retén de Catia (1996), la tarde aquella en la que alcancé a estar a pocos metros de él, retratándolo, cuando visitó a aquellos presos que lucieron tan dóciles desde sus ventanales enrejados, que no faltó uno que puso en duda que fueran tales, informándose luego que eran los propios soldados bolivarianos que los habían sub plantado para recibir la bendición del Santo Padre y de ese modo evitar cualquier atentado. Tal vez pensé así al descubrir que a Fidel también le armaron una que otra fachada para hacerle creer que toda Venezuela estaba de fiesta por su presencia en las calles caraqueñas. Lo cual no era cierto.
Pero Fidel no se dejaba engañar. No una sino en muchas oportunidades directamente le dijo a su par venezolano, ante la clara división política de la población, entre adeptos y adversarios al bolivarianismo, que era imposible pensar que existan tantos oligarcas en Venezuela, “saca bien tus cuentas Hugo, pon a revisión el proceso que diriges. Algo anda mal. No le está llegando gobierno a la mitad de la población. No creo que existan tantos oligarcas en Venezuela”.
Lo que si era cierto eran los anillos de seguridad que rodeaban a Fidel durante todo su periplo caraqueño. Para ingresar al recinto de la UCV tuvimos que pasar por una rigurosa revisión, en la que nuestras cámaras, grabadoras y micrófonos, pasaban por un chequeo alterno al que nos daban a los hombres de prensa. De pronto apareció Fidel en medio del escenario del Aula Magna, comenzó a emitir una que otra palabra y fue interrumpido por alguien del público que increpó: ¡Aquí no oímos! Sorprendido respondió: “Mira, no me alcanza la voz para llegar”, se desataron risas y aplausos, “y no puedo gritar… Yo creía que tenían unos mejores micrófonos aquí. Si no se arregla esto, los podemos invitar a que se sienten por aquí o en algún lugar donde puedan oír”, agregó ante nuevos aplausos. “Voy a procurar acercarme más todavía a este pequeño micrófono”.
En efecto, el audio del Aula Magna no llegaba a las tribunas con la fuerza necesaria, o llegaba muy débil, y la voz de Fidel ya no era la de sus años mozos. Era una voz apagada, incluso en el mensaje que transmitía. Aquel encendido Fidel que se defendió a sí mismo en un tribunal del régimen de Baptista, o el no menos elocuente Comandante que se desabrochó la camisa de comando ante una entrevista concedida a la prensa norteamericana que le insinuaba que andaba camuflado con una camisa antibalas, y mostrando su pecho dijo: “llevo un chaleco moral”. Nada de aquel encendido verbo se reflejaba en el desgarbado líder cubano que estaba a punto de entregar el poder a su hermano Raúl en La Habana. Recordó tras superar aquel inicio apagado que era 3 de febrero y se cumplían 40 años y 10 días de su primera visita a esa casa de estudios. Y decía que hacía pocos días en Santiago de Cuba había celebrado el 40 aniversario del triunfo de la revolución y con ello recordaba que “el pueblo de hoy no era el mismo pueblo de entonces, porque de los 11 millones de compatriotas que somos en la actualidad, 7’190,000, habían nacido después de aquel día. Que eran dos pueblos diferentes, y, sin embargo, a la vez, el mismo pueblo eterno de Cuba”.
Era como leer las memorias de Gabriel García Márquez, hablando de su entrañable Macondo que lo escribió en sus años mozos. Agregaba que “los que entonces tenían 50 años, en su inmensa mayoría ya no se encontraban entre nosotros, y los que eran niños tenían ya más de 40 años”. Como en “100 años de soledad”, Fidel comprendía que había logrado cerrar el círculo y todo a través de un proceso de alfabetización y concientización que a lo largo de su discurso lo fue explicando. Sin embargo, sabía también que los nuevos tiempos tecnológicos habían logrado derrocar a regímenes totalitarios como el de Muamar Gadafi, Sadam Husein, entre otros. Por ello, ya no aspiraba a continuar buscando Congos por liberar, si no, había que liberar al mundo, a la humanidad entera del mundo unipolar que circundaba la existencia.
Era como una advertencia a Putin para ir hacia el rebrote de una guerra fría con la que se había acostumbrado a convivir el líder cubano. La hegemonía de una sola potencia para Fidel era más letal que el contrapunteo entre dos grandes, que de alguna manera discutían por la tan ansiada figura libertaria. Decía Fidel aquella tarde, entre aplausos: “llamemos hombre libre a aquel que no tiene que trabajar toda la semana, incluido sábado, domingo y doble turno, porque no le alcanza el dinero, y corriendo velozmente a todas horas, en un metro o en un ómnibus por las grandes ciudades. ¿A quién le van a hacer la historia de que ese hombre es libre?”. Pese a ello, muchos disidentes cubanos y ese 50% de venezolanos que no le daban la bienvenida en aquella Aula Magna, eran la contraparte de un discurso que en los hechos se caía por su propio peso: presos políticos, refugiados, prostitución, y baja calidad de vida.
Por aquellos años el comandante venezolano tenía como caballito de batalla en su lucha anti imperialista, la “Misión Milagro”, que consistía en reclutar al pueblo de a pie que no tuviera para curarse, a ser intervenido quirúrgicamente en La Habana. Un avión del ejército bolivariano salía secuencialmente con dirección a la Isla, llevando un contingente de pacientes, generalmente delicados de la vista, con cataratas y otros males.
Era muy difícil convencer de lo contrario a un asiduo al régimen pro-castrista venezolano, más aún con discursos como los de Castro en el Aula Magna que pese a sonar un tanto desgarbados por el paso de los años, bastaban para mantener viva la utopía comunista en esta parte del Caribe. Y más aún con asistencialismos humanitarios como la Misión Milagro. Algo similar acontecía con todo aquel asiduo al régimen bolivariano que intentara convencer a un disidente venezolano que andaba promoviendo la caída de Chávez. Eran y son como el agua y el aceite. Cada uno con su razón o sinrazón a cuestas se perfila imperturbable e inquebrantable a sus principios o falta de principios.
Algunos convidados por la revolución bolivariana a la Misión Milagro retornaban un tanto confundidos por el epílogo que tenían sus viajes a la Isla. Literalmente relataban que les pedían sus prendas de vestir por más viejas que estuvieran: zapatos, pantalones, camisas, todo aquello que les cubriera el cuerpo llamaba la atención de los alicaídos cubanos. Todo por culpa del bendito bloqueo comercial, decían en su defensa los revolucionarios, pese a saber que en el fondo habían otras razones que tenían que ver con la crisis económica por la que atravesaba la Isla, ya no más dependiente del auxilio ruso, ahora esperanzada y dependiente de la Venezuela saudita que le inyectaba apoyo petrolero.
Pero Fidel aquella tarde que se hizo noche en el Aula Magna, siempre supo que más allá del discurso estaba el meollo del asunto que había que resolver, es decir, en los hechos, en la tangible realidad de afrontar no con palabras sino con acciones al agresor venido del primer mundo; quizás porque entre otras cosas sentía que ya había explicado muchas veces las razones por las cuales había de continuar dando la batalla anti imperio, y sentía también que el tiempo había dejado de ser su mejor aliado, y que, al contrario, era su peor enemigo. Un enemigo tecnológico al cual su disco duro personal no se podía adaptar, acondicionar, como muchos de su generación, sino dando un paso al costado y esperando que dentro del círculo cerrado nacido, criado y educado en la vieja Isla y sistema, resurja una generación de relevo que alcance a darle una lectura adecuada y respuesta combativa a las innovadas formar de sojuzgamiento existencial capitalista.
“La vida nos ha enseñado, les decía, muchas cosas, y eso es lo que alimenta nuestra fe en los pueblos, nuestra fe en los hombres. No lo leímos en un pequeño libro; lo hemos vivido, hemos tenido el privilegio de vivirlo”, comenzaba a cerrar su discurso ucevista el Comandante, y por allí atando cabos, percibimos que de alguna manera recurría a lo vivido, es decir a la experiencia, que vista por sus adeptos o detractores, era basta, afianzando sus palabras que solas rondaban en pura quimera. Pues como él propio Fidel lo explica, “no es lo mismo el lenguaje hablado que el lenguaje escrito… El lenguaje escrito nada más tiene los signos de admiración y las comillas; ni el tono, ni las manos, ni el alma que se pone en las cosas puede transmitirse por escrito”, y así fue aquella tarde, el anciano Fidel observando y relatando su camino, el epílogo de un tiempo que no había de volver, por más nuevos protagonistas que quisieran emularlo. Y como bien lo describía, había que haber estado allí para entender su mensaje, con su tono cantadito cubano de siempre, su mano atrevida aunque ya no tan enérgica como en sus mejores discursos y con su alma venida a menos por los años, pero pese a ello, circunspecta, firme, de cara a la muchedumbre de nuevas generaciones que lo aplaudían.
Daba la impresión que Fidel siempre se consideró eterno, al menos aquella tarde al despedirse lo dejó claro: “Perdonen el abuso que he cometido con ustedes, y les prometo que dentro de 40 años cuando me vuelvan a invitar, seré más breve”. Habían pasado más de cuatro horas de un discurso que como todos los del líder cubano, eran tan largos de escuchar como de entender para sus propios adeptos.
Quizás por ello, así de complejo fue Fidel para el sistema norteamericano y para los que hoy dudan en condenarlo o aplaudirlo. Pocos comprenden cómo una revolución no confió en sus propios logros e ideología, e hizo de la isla una prisión de la que sólo se podía salir en balsas hacia alta mar, y muchos prefirieron morir en las fauces de los tiburones, antes que presos de un sistema que no permitía la disidencia… una revolución que bloqueó el conocimiento y la intelectualidad de un mundo interconectado por Internet, satélites y las telecomunicaciones, ante el miedo de que el canto de sirena del “consumismo”, mejor conocido como capitalismo, fuese a cautivar a una juventud adoctrinada hacia el socialismo… una revolución que sacrificó a varias generaciones de personas en aras de un sistema político liderado por un solo hombre. Sin embargo, otros comprenden que hoy Cuba si tiene una verdadera libertad en la que puedes pasear libre por la calle sin que te peguen un tiro, la libertad de que cuando caes herido o enfermo tienes una sanidad gratuita y de gran calidad, la libertad de que tus hijos tienen una educación de calidad, y la libertad de que tus hijos pueden jugar en la calle sin que los secuestren para robarles los órganos. Y tiene medallas olímpicas, y asistencialismo médico cubano por todo el mundo.
Así de complejo fue Fidel para adeptos y detractores. Será que para hacer el bien a unos hay que hacer el mal a otros, o será, como diría Jacinto Benavente: “Si creíste hacer el bien, lo que era bien para ti; así buscando nuestro bien cada uno, entre todos desatamos el mal sobre la tierra”. Amanecerá y veremos.
JCR
Publicado en Caracas, el 25 de noviembre de 2016, fecha del deceso de Fidel Castro