EL DÍA DESPUÉS DE LA TOMA DE LIMA

JORGE CARRION RUBIO
8 min readJul 21, 2023

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5 MENTARIOS

Uno tiene que vivir a la defensiva en el Perú, como si estuviéramos delante de una fiera o de algo que se le parezca, frente a un agresor que constantemente nos observa, como el asecho de los dinosaurios en el tiempo de las cavernas. No queda otra solución que conozcamos el origen de todo ello, cómo es, de qué está hecho este Perú de los últimos tiempos y cuál es su juego. No significa que tengamos algún desamor por el país, lo que pasa es que uno tiene que aprender a defenderse y la mejor manera de defenderse es intentar interpretar qué ocurre, intentar algo tan difícil cómo saber sentirse parte de su historia reciente.

Al agresor lo conocemos, tiene que ver con nuestra historia, tiene que ver con la corrupción, tiene que ver con la desestabilización de los valores, tiene que ver con que la sociedad peruana no le otorga a todos los peruanos los mismos derechos. Uno pertenece a esa cosa rara que dice que, de músico, poeta y loco… ¡Todos tenemos un poco!, es decir, a los que nos dedicamos a escribir y a elucubrar dentro del mundo del arte, que en el Perú es un ente superficial. Somos observados como personas superfluas, una especie de decoración de la sociedad peruana, salvo que seas Vargas Llosa o Brice Echenique y te hayas tenido que internacionalizar nacionalizándote en la madre patria para gritar a todos los vientos lo que te venga en gana sobre el Perú de tus ancestros y sus gobernantes, es decir, no hay sensación más imbécil, oprobiosa, vergonzosa, que estar supeditado a ir a parar a un despacho gubernamental para una gestión de tipo cultural, o ir al congreso de la República para solicitar algún tipo de subsidio a un padre de la patria que por lo general es casi analfabeto, para que lo considere en un proyecto de ley por nuestra cultura etnológica olvidada. Cuando yo hablo de agresión hago referencia a esta superficialidad existencial que me agrede como hombre de letras. Pero tengo otra cantidad de agresiones que me circundan día a día, como las agresiones ciudadanas del que paga sus impuestos, del que consume agua, luz y teléfono austeramente y, sin embargo, le alteran las tarifas cuando les apetece. Son miles de agresiones comandadas por la agresión política, la agresión que lo hace a uno sentirse en un país colapsado políticamente. No queda otra opción que defendernos de esta especie de monstruo agonizante que pretende determinarnos la vida. Da la impresión que nos dirigimos a una transformación radical, donde defenderse del Perú, implica defenderse del Presidente o de la Presidenta de la República, pero también implica defenderse del Congreso, del empresariado, es decir, de la CONFIEP, incluso de la CGTP o de las variables que le sobreviven a los trabajadores manuales del presente siglo. O sea, de un país que requiere un análisis distinto, una manera de expresarse distinta y que está en este trance.

Y en medio de esta búsqueda existencial de nosotros mismos, hallamos una búsqueda falsa, porque no es verdad que nos buscamos. A ciencia cierta no queremos encontrarnos. Aquello de la identidad nacional se contrapone al reconocer que los peruanos nunca hemos sido idénticos con el favor de Dios. Somos un crisol de razas y credos multiétnicos, mucho antes de la llegada de los españoles. Tal vez de allí emerge el “noser” vallejiano, escrito en una sola palabra, que todo peruano personifica por inercia, pues la modalidad de orfandad es existencial, pero su esencia es ontológica. Como en Trilce, el “noser” anda en busca de un estar. Un estar sin ser: otra posible definición de la condición huérfana. En consecuencia, nuestra capacidad de “noser” es histórica, de manera que esas personas que pretenden que seamos algo concreto, son personas que no comprenden nuestro nivel de abstracción. No comprenden nuestra indescifrable historia, nuestro Macchu Picchu existencial, nuestro genio arqueológico que llevamos dentro. Hemos ido avanzando hacia un sentimiento de no tener tanta vergüenza de nosotros mismos, porque lamentablemente hemos sido educados a lo largo de los siglos como un país que tenía que darle vergüenza su propia manera de ser. Y con ello, algunos atavíos, algunos andrajos, como nuestro “chullo” y nuestro “hualqui” han comenzado a tener protagonismo de orgullo, pero aún nuestra manera de ser originaria no terminamos de aceptarla, de enaltecerla. Es decir, tenemos leyes y una constitución que no tienen nada que ver con nuestra forma de ser, con lo que somos realmente. Y no pretendo traer el debate constitucional por razones trasnochadas de izquierdas radicales, sino simple y llanamente porque entre el discurso y la realidad, somos un país “plagiador” desde tiempos de la Constitución de 1979. Siempre copiamos instituciones elevadísimas como el código de comercio peruano de 1853 que tuvo dos influencias fundamentales en su dación, así como en su sistemática normativa: las ordenanzas de Bilbao y el Código de Comercio Español de 1829. Ahora bien, ante el ideal de independencia jurídica, considerando lo anterior, en tiempos de la República, había dos opciones destinadas a consumar la empresa de codificar: o bien componer uno o varios códigos originales, confeccionados en el país que se tratase, quizá con base en la propia tradición jurídica; o bien imitar un código existente, europeo, por cierto. De resultas de esto, elegimos esta última opción.

Lo más práctico en nuestros tiempos sería constituirnos en un país que más que leyes obedezca reglamentos. Es decir, un país reglamentado, y no un país con leyes tan extraordinarias que los propios legisladores al término de sus cinco años de legislaturas no terminan de entenderlas y mucho menos aplicarlas. Artículos más pequeños como los mandamientos del evangelio, directo a los sentidos del pueblo pobre. Vamos avanzando hacia no avergonzarnos de nuestras apetencias, de nuestros códigos de vida identificados con nuestra idiosincrasia, pero recordemos que hay gente conspirando contra ello, que mueve todos sus tentáculos para que nos avergoncemos de nosotros mismos y continuemos copiando modelos que nunca hemos logrado ser. Somos un pueblo que le pertenece al mundo, más universales que los inventores de la palabra universalidad, Francia. Y no digo que tengamos que ser nacionalistas, ni mucho menos comunistas, sino simplemente que nos dejen ser nuestro “noser”. Una mezcla de hombres pobres, pero honrados, hombres pobres, pero leídos, rabiosamente bondadosos, terriblemente bondadosos, en ocasiones, brutalmente bondadosos. No llegar a los extremos del comunismo que te promete cual Robin Hood, una lucha fratricida, decidida, única, por la redención del pobre y que termina siendo sólo una ética y nada más que una ética. He ahí la crisis de los comunistas, donde el comunismo es sólo una moral para el país donde la profesan. Ni hablar de sus modelos que se consideran a sí mismos absolutos. Yo creo que cualquier transformación social es una tarea digna de ser vivida y lo más honesto del proceso transformador está en el reconocimiento de lo que se va a transformar y de los valores que se van a colocar como objetivos. Yo nunca he podido imaginarme, ni le deseo a nadie que se imagine un país donde no se pueda decir lo que uno quiera, porque yo creo que la persona que escribe debe hacerlo para subvertir, transgredir y molestar, no para complacer, de lo contrario, como diría George Orwell: “Periodismo es publicar lo que alguien no quiere que publiques. Todo lo demás son relaciones públicas”. De allí que nunca supe qué hacer durante mi estancia en la Venezuela dictatorial de los últimos tiempos. A lo único que yo quisiera apostarle a ganador en lo que me queda de vida, es, a no engañarnos más. Es ése el punto de quiebre al que me gustaría llegar: el no querer engañarme ni engañar a los demás. Creo que la sociedad peruana, y me refiero como grupo humano que establece ciertos compromisos, objetivos comunes, está basada en mentiras verdaderas, en vivencias postizas, que cual dientes intentando comerse un buen caviar, suelen caerse en plena comilona, haciéndonos pasar vergüenza. Aparento esto o lo otro, y así puedo esconderme, porque vivo en un país donde mis apetencias no forman parte de la poesía, donde el “trasero de la vecina” o los “tragos de los emolienteros” no son “culturales”. ¿De dónde salieron nuestras emblemáticas instituciones públicas? ¿De dónde salió nuestra noción de “Estado”? ¿De Robespierre o Montesquieu? O de un sombrero de mago, cual conejo de la suerte.

Este pueblo tiene un salvoconducto para justificar los injustificables delitos del pasado, los delitos de otros son nuestro ejemplo; “si fulano bota basura al piso” ¿por qué yo no?, “si ese individuo se pasa la luz roja yo también puedo”, hacemos lo que los demás hacen, por tanto no tenemos moral para criticar los errores del pasado ni los actuales, pues simple y llanamente somos un error como pueblo, no nos valoramos, hemos perdido la autoestima, nos resulta inevitable el cortoplacismo, me da cosas madrugar y hacer la cola para entrar al estadio, si puedo pagar a un revendedor y problema resuelto. Así estamos como pueblo. En el fondo un día de marchas como la que tuvimos este 19 de julio no es más que una catársis momentánea del resentimiento, no del hambre de un pueblo, como si acontece en nuestros países vecinos donde hasta las mascotas se las vienen literalmente comiendo.

Tengo mis sospechas que ese andar transgrediendo las leyes de los últimos tiempos por las calles limeñas de un individuo encapuchado en un día de marchas, es para estos osados individuos una chamba, un trabajo alegre, jubiloso, remunerado, donde se liberan de esas odiosas y pacatas reglas que normalmente les impiden disfrutar de lo prohibido. No es el hambre ni la cólera lo que lleva a estos individuos a ejecutar esta frenética labor sino un entusiasmo infantil por vivir sin reglas, sin opresivas restricciones, en la dicha de un caos que les da licencia para apropiarse de la tranquilidad ciudadana que sólo quiere seguir laborando, que sólo quiere ganarse el pan de cada día. No es que “si el presidente robó, por qué yo no”, sino “menos mal que el presidente es un ladrón, un ’tirapiedras’, porque así yo también puedo serlo”, es el espíritu del ’pendejo’ peruano para quien la vida es astucia y golpe de suerte y la mofa de la autoridad y las reglas son sus códigos de vida. Lo malo de todo esto, es que estos individuos contados con los dedos de la mano, se llevan consigo una masa de hombres pobres, pero honrados. Y por estos últimos, en honor a ellos, uno no debe de perder la esperanza de seguir amando este país con todos sus defectos. Uno debe amar este país hasta odiarlo. Hay que amarlo para poder tener el coraje de hablar mal y no hablar mal por un estado esquizofrénico de la persona. Y nunca perder el humor incluso a la hora de cuestionarlo, de encararlo, de hablar mal del gobernante y de quien lo eligió, a la hora de tener el derecho a detestar y a querer al presidente. Como los políticos que un día no muy lejano llegaron a la sabia conclusión de preguntarse y responderse a sí mismos: ¿por qué dejarnos perseguir por la policía, si nosotros podemos ser los jefes de la policía? Y formaron astutamente sus partidos políticos. Concluyendo que, en vez de jugar a ladrones y policías y dejarse acosar, mejor les resultaba mandarlos a que persigan a los pocos honrados que quedan y que se lleven a la cárcel a aquellos que cometen el delito de no robar. De manera que no es un drama todo esto que vivimos, sino un gran conflicto humano, un gran ceremonial, un ritual, un acto con varias escenas y escenarios dantescos y anecdóticos. Un día largo de juego que termina en un desenlace monstruoso, cruel, donde quizás la carcajada acaba en sangre, donde somos sublimes y perversos como lo fuimos en buena parte de nuestra historia, de nuestras tradiciones peruanas, de nuestro sincretismo cultural.

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Written by JORGE CARRION RUBIO

Soy tal vez aquella brisa que acaricia tu existencia, es decir, escritor, poeta, periodista, hombre de a pie. Si me buscas en google reconocerás mis pasos…

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