ELUCUBRACIONES 2020
Cuando pienso en el ser humano actual, pienso en un niño que anda perdido en medio de Disney World. A su alrededor todos hacen fiesta, impera el desorden y las apariencias, cero orientación. El tiempo va pasando y el niño no halla a sus padres. Quizás no tenga padres, casa, país, aunque tal vez no esté perdido, tal vez simple y llanamente no exista.
En estos tiempos lo insignificante, ineficaz, inútil del ser humano es una constante, porque vivir es someterse, adecuarse, renunciar, el sistema es todopoderoso y la afectación mental de esa persona tiene un patrón de desconfianza y recelos de los demás. Vivir sin secreto no es, como se le ha querido explicar, privativa de las extinguidas sociedades totalitarias, sino también de las actuales democracias igual de totalitarias. Es el lado oscuro del poder actual, la metástasis que sufre el poder, la que le exige que la vida de los ciudadanos se convierta en algo totalmente transparente, obsceno, en donde todos compartimos nuestro ilusorio secreto sin saberlo. Estamos ante la declinación de las voluntades y la aceptación sumisa al deber siempre impuesto, siempre extraño.
En este sentido, en nuestras actuales lecturas de vida la presunción radica en que ya no somos capaces de creer sino de creer en el que cree, que ya no somos capaces de saber lo que queremos, sino de querer lo que los otros quieren. El deber es entonces la abolición maquiavélica y generalizada en la que el mundo privado, íntimo desaparece. La desaparición del espacio privado es un fenómeno contemporáneo. El universo privado era precisamente el mundo de la soledad, del secreto, del misterio, del imaginario protector que nos separaba de los demás, del mundo infranqueable de la individualidad y de la privacidad. Ese mundo extinguido donde emergieron los autodidactas, los genios que un día no muy lejano anduvieron haciendo de las suyas por estos lares, ese mundo real, verdadero, tangible, único, ya no existe.
Estamos ante un nuevo tiempo, ante “la soledad violada” por las redes sociales, virtuales. Ya no se puede hablar ahora del secreto, de lo íntimo, sino de lo visible, de lo absolutamente transparente. El ser humano queda todo él expuesto a una visibilidad omnipresente.
La verdad está en el mundo de los otros y de ahí sus esfuerzos por llegar a ser como los demás. Nadie quiere hacer el esfuerzo por no llegar a ser como los demás, nadie quiere ser original. Nietzsche considera formando parte del drama del poder: el que no ostenta el poder, el que obedece y el que asiste al rito de sumisión a la ley.
Allí nos encontramos ante aterradores escenarios contemporáneos como nuestros “gurkas” de la guerra de las Malvinas que llegaron a ser como robots, pisaban una mina y volaban por el aire, y el que venía detrás no se preocupaba en lo más mínimo: pasaba por la misma zona minada sin inmutarse, y a lo mejor también volaba. A no dudar que los castigos físicos y las desgracias de la naturaleza humana han hecho necesaria la sociedad. La sociedad ha aumentado las calamidades de la naturaleza. Los inconvenientes de la sociedad han motivado las necesidades de los gobiernos y los gobiernos aumentan las desgracias de la sociedad. He aquí la tristemente célebre naturaleza humana.
De allí que culpar a alguien por calamidades, muertes y entuertos que producen afecciones humanitarias como la pandemia o como el redundante encierro psicológico de la cuarentena que engendra atroces escenarios de desfogue social y antisocial como el de la discoteca Thomas de los Olivos, es caer en acusaciones y culpabilidades redundantes donde se conjugan conceptos morales como la “culpa”, “conciencia”, “el deber ser” y “santidad del deber”.
Si nos remontamos a tiempos primitivos supuestamente superados, donde la existencia del ser humano ha estado salpicada profunda y largamente con sangre, no cometemos un error si agregamos que, en el fondo, aquel mundo no ha vuelto a perder nunca del todo aquel cierto olor a sangre y a tortura. La culpa y el sufrimiento aparecen en escena, ante el advenimiento de las leyes penales que nos indican cuánto esfuerzo le ha costado a la humanidad lograr vencer a la capacidad de irracionalidad, olvido, indiferencia e impunidad que brota casi por inercia en el ser inhumano, y sin embargo, como diría el heraldo parisino: “la cantidad enorme de dinero que cuesta el ser pobre…” Porque al final de cuentas, como diría el propio Nietzsche, hay tres dimensiones formando el drama existencial: el que hace sufrir, el que sufre y el que mira tal espectáculo, en otras palabras, el sistema imperante o gobierno, el pueblo de a pie y la clase acomodada; en tiempos actuales: el sistema imperante generando tanto sufrimiento, las grandes mayorías que no paran de sufrir y finalmente los cada vez más escasos acomodados espectadores de este mundo ancho y ajeno.