Entre dictaduras, dictadores y encantadores de serpientes…
Aunque sólo por referencias bibliográficas tengo grabadas las imágenes de la prensa internacional sobre las caídas gubernativas históricas que marcaron un antes y un después en regímenes como el de Franco en España y Pérez Jiménez en Venezuela; no dejo de recordar las conversaciones con un tal Manolo en una tasca de La Candelaria, sobre esa apariencia de sordidez, soledad y abandono que implicaba todo aquel recuerdo para este Gallego venido de ultramar hacia Caracas. Recordar, por ejemplo, a Pérez Jiménez huyendo hacia el exilio en República Dominicana, a bordo de “la vaca sagrada”, (un avión descomunal para la época), donde era recibido por su colega dictador Rafael Leonidas Trujillo, como consecuencia de la reacción de los militares a su decisión de extender su permanencia en el poder venezolano. Y luego, años después, enterarse en lontananza de la caída de Franco, quien tuvo que morir literalmente para dejar el poder totalitario que ejercía en su país de origen.
Estas imágenes de estos dos dictadores circundaban los recuerdos de Manolo y con él, la memoria de los Manolos provenientes de diferentes países del mundo con singulares tragedias, pues Caracas era una ciudad cosmopolita que recibía a los desplazados por la dictadura pinochetista chilena, a los exiliados por la dictadura Argentina de Videla, a los desplazados cubanos del comunismo castrista, a los desplazados por la dictadura velasquista peruana de los setenta y luego por el híbrido caos socio político económico generado por regímenes como el de Alan García Pérez, no dictatorial pero sí generador de exilios económicos por su hiperinflación y luego por la tristemente célebre dictadura fujimorista de los noventa. Siempre estas imágenes reflejan un blanco y negro en el recuerdo, entre la vida y la muerte, pues no hay espacio para el color y, por ende, no hay espacio para la vida. Muestran rostros sombríos, amenazantes, de mandíbulas prominentes como las de Pinochet o Videla, batientes y encantadoras de serpientes, como las de García Pérez o Fidel o, un tanto difusas y sonrientes en el pronunciamiento del español como las de Fujimori por sus raíces orientales. Miradas altivas observando el horizonte, como tocados por los dioses ante una multitud de súbditos sumisos que es el pueblo sojuzgado a sus supuestos genios. Con posturas rígidas donde no parecen caber en sus propias vestiduras, no por fortaleza, sino por soberbia. Todos absolutamente todos son sus servidores, incluido el más cercano séquito, que es más cercano no por su sapiencia, sino por su paciencia de ser el más permisivo, el más sumiso, el más “ayayero”. Por lo general son sus Machados literales “los que le abren camino al andar”, le abren paso, lo fotografían, sonríen por él, pues sea Franco, Pérez Jiménez, Fidel, Trujillo, Pinochet, Videla, García Pérez, Fujimori o quien quiera que fuera, permanecen inmutables, duros, sin ningún alucinógeno de por medio; ya que andan literalmente encarnando ese papel.
Pero Manolo tenía esa facilidad descriptiva fresca porque la venía recreando en su actualidad caraqueña con el no menos “duro” comandante Chávez. “Después de todo”, explicaba Manolo, “el Comandante está allí por eso, porque es “duro” y las “necesidades de los tiempos” requieren de un duro”.
Sin embargo, aceptaba que todo tenía su límite y que los excesos eran malos, de allí que últimamente al dictador lo recibían con silbatos, y Fidel le susurraba en el oído, “Oye Chávez tienes que revisar tu revolución, no puede ser que tengas medio país de oligarcas que te adversen”.
Pero así andaba el Comandante, entre salvas de cañones, saludos hieráticos. Moviéndose precedido o rodeado de fanfarrias, ruidosas y casi de opereta. En medio de la predominancia de los metales, los instrumentos de viento y la percusión. Reproduciendo el fragor de descargas de fusilería, como lo hacía Pinochet, Videla, Velasco, Fidel en su momento, entre el estruendo de un conflicto, configurando escenarios bélicos, los más próximos a una batalla o por lo menos a un enfrentamiento. Con desfiles militares apoteósicos y movimientos propalados por voces quebradas por la emoción, donde siempre habrá un locutor de cualquier radio nacional que sabrá conmocionar al pueblo y su patriótico peinado, como diría el poeta César Vallejo.
La cintura de estos personajes está enmarcada por un curtido cinturón, donde les cuelga un arma de fuego, en ocasiones un sable; símbolos fálicos representativos del odio, la violencia y la venganza, la ambición de poder y la codicia. Sus calzados son de suelas duras y altas, una caña que puede llegar hasta las rodillas. No les alcanza con el cuerpo que tienen. No están felices con su naturaleza.
También suelen vestirse de “gala”, generalmente para retratarse. Chaquetas blancas, impecables, festoneada de cruces, estrellas, cintas, correajes, pistola y sable al flanco, como solía lucir Pérez Jiménez.
Sus gestos, comunes y chabacanos, son considerados sin embargo excepcionales por sus seguidores. Videla y sus secuaces en la tribuna de honor en la final del mundial de fútbol Argentina 78, son parte de la carátula de la revista El Gráfico, Morales Bermúdez Cerruti en la clasificación de Perú al mundial argentino, embriagado de alegría en las tribunas del Estadio Nacional de Lima. Bajan de su olimpo y se confunden con los hinchas, demostrando que son tan mortales como nuestro pueblo de a pie. Hasta que literalmente se les pasa la embriaguez y la alegría, y retornan a sus dominios palaciegos.
Estos personajes dictatoriales se creen los elegidos. Una especie superior dentro de los demás seres humanos. Lo que suelen hacer está por encima de la “política” tradicional de los políticos fracasados, a quienes les dieron un merecido golpe de Estado. Se autodenominan “apolíticos”, pese a que ostentan el poder, porque la política es “sucia”, “ser rico es malo” y ellos están por encima y no están dispuestos a “ensuciarse” las manos con el “cochino” dinero. Se declaran inmaculados y sempiternos triunfadores. Llegan a donde otros fracasaron: los políticos gobernando y los ciudadanos eligiendo, fracasos irremediables. Ellos, sólo ellos, son los salvadores de la patria. Son quienes impulsarán la reconstrucción nacional, restablecerán los valores perdidos, la dignidad nacional, extirpando lo malo que corroe a la sociedad hasta salvarla, pero no de sí mismos. Porque a ciencia cierta, ellos encarnan el mal.
No hay ataduras para un dictador a las condiciones humanas, porque él literalmente es la ley, al no haber poderes legislativos ni jurídicos que valgan, él las dicta. No hay sujeción alguna a las leyes de la sociedad ni de los hombres. Ni las leyes divinas se salvan a sus conductos, porque el clero es sólo un servicio social y moral para las misas del pueblo pobre y desamparado. La jerarquía eclesiástica y el clero oficial, creadora de un discurso religioso justifica, lejos del Evangelio, las acciones del dictador. Ni siquiera alcanzan a ser el “opio del pueblo”, como diría Marx, en cuanto en nada hay placer y sí enorme dolor. Son los propulsores de la alianza de la ¨cruz y la espada¨, olvidando que la espada inventó la cruz.
De esta manera, la mayoría del conjunto de la sociedad, infinidad de instituciones, instancias, grupos y personas que la conforman, esperan y desean al dictador como al iluminado que él se cree y suponen que representa la única alternativa para resolver los acuciantes problemas del momento. Lo endiosan al extremo de sentarlo al dictador, omnipotente y todopoderoso, en las alturas del narcisismo donde se confronta con la tentación demoníaca que le ofrece “todo el poder”. Así, acostumbrado a atacar desde las sombras, “en la hora de los hechizos nocturnos, cuando bostezan las tumbas, y el mismo infierno exhala su soplo pestilente sobre el mundo”, como diría Shakespeare, el dictador da rienda suelta a su gobierno. El dictador y la dictadura se convierten de inmediato en lo omnipresente y lo ominoso. Reaparecen los artífices del horror y la involución y autores de un clima sórdido, carcelario y alucinante. Ninguna persona está a salvo. En el pacto salvaje que los une, se acuerda que nadie pide por nadie, familiares incluidos. Tampoco hay confianza entre ellos y la lealtad es un valor sin sustento. En el lugar criminal que han fundado, los une más el odio, la suspicacia, el sentimiento persecutorio, la paranoia y la ambición, y en cuanto sea posible, el uno destruirá al otro.
En la ciudad de Caracas no sólo la Avenida Urdaneta, Sábana Grande han dejado de dormir. En muchos otros lugares los ciudadanos transitan día y noche. La Plaza Altamira es una de ellas. Pero aquella madrugada del 4 de febrero de 1992, y los días sucesivos, las fotos registradas por la prensa, reflejan calles y plazas desiertas. Fue una noche de presagios. Aunque en horas de aquella madrugada la intentona golpista dimitió, se vendió el mensaje de nuevos patriotismos, con salvadores de una patria libre y soberana.
El tiempo terminó de madurar en la inocencia del pueblo la idea de un salvador inmaculado, capaz de darle poder a las grandes mayorías desposeídas, olvidadas, a cambio de su voto popular. Y el pueblo en olor de multitudes no tardó en inaugurar un nuevo estado totalitario y totalizante. La dictadura se vestía de demócrata para llegar a un poder al cual no había podido acceder por la vía de la fuerza y de las balas. Contamina e impregna todo lo existente, se cuela por cualquier agujero de la historia para destruirla y supuestamente reconstruirla. Se instala como un virus maligno sobre aquello que constituye a una sociedad y corrompe y destruye lo que toca. En la dinámica regresiva que vive, el dictador se vuelca a la impulsividad. El narcisismo en que habita, lo convierte en un ser sin sentido de realidad, sin ley ni límite, sin reconocimiento del otro ni de las reglas más elementales de la convivencia social. Habita un lugar unipersonal, ajeno a lo que el mundo comprende y al conjunto de los ciudadanos del país. Y así agrede lo que le rodea, a lo grande y a lo pequeño. Embiste a las instituciones, a las personas, las costumbres, el cine, la literatura, la poesía, el vestido, los hábitos, las palabras, los conceptos, las teorías científicas y las prácticas profesionales. Cambia de nombre calles y parques, símbolos patrióticos, agrega estrellas, voltea caballos. Cierra medios de comunicación que lo adversan, programas cómicos que lo imitan y ridiculizan. Inventa vocabularios contra sus adversarios y los llama “escuálidos”, prohíbe reuniones con más de tres personas tildándolas de conspiradoras.
El dictador es una especie de mago maligno que, con sólo desear, tiene o posee lo que quiere. Así lo demuestra en sus cadenas televisivas, donde se atreve a despedir trabajadores en el aire. La distancia entre el deseo y el acto se reduce hasta el mínimo. Palabra, pensamiento y acción, casi se mimetizan. El dictador quiere robar y roba, quiere corromper y corrompe, quiere secuestrar y secuestra, quiere torturar y tortura, quiere violar y viola, quiere expropiar y se apropia de bienes a nombre de la revolución, quiere sustituir identidades y sustituye, quiere nombrar fiscales para condenar a su antojo, y los nombra, y luego, quiere condenar y condena a quien le cae mal o a quien se declara su enemigo.
Pero no es ajeno al mundo de espanto en que viven sus víctimas. Ellos secuestran, aprisionan, torturan, violan y matan con sus propias manos y cuerpos. En consecuencia, escuchan los gritos de dolor y el llanto del sufrimiento, ven las lágrimas y los mancha la sangre por las heridas que producen, observan a las madres cuando les despojan de sus hijos. Viven allí y muchas veces la mayor distancia de la víctima que sufre es una pared o una reja. Este mundo, para ellos es “el mundo”, su mundo y allí, a la sordidez criminal que los habita, han introducido a sus víctimas para destruirlas. Son testigos, el general Raúl Isaías Baduel, quien murió en los brazos de su hijo Josnar Adolfo en la celda que compartían en el Helicoide, una antigua cárcel del servicio de inteligencia venezolano en Caracas.
Las víctimas son asesinadas y, si sobreviven, muchos mueren temprano. Los dictadores no. Por lo general mueren longevos como Fidel, Pinochet, Morales Bermúdez, Videla. Sin embargo, hay excepciones, como las del Comandante Chávez, a quien muchos creen que le adelantaron la partida sus propios correligionarios, como aquel anuncio de la Alemania Nazi: “Nuestro Führer, Adolf Hitler, ha caído esta tarde en su puesto de comando en la Cancillería del Reich luchando hasta su último aliento en contra del bolchevismo y por Alemania”, dijo a las 22:20 un locutor antes de dar la palabra al comandante en jefe de la Armada alemana, Karl Dönitz, quien afirmó que el líder nazi había tenido “la muerte de un héroe” y que previamente le había nombrado como su sucesor. Así apareció en escena Nicolás Maduro, en medio de una alocución final de Hugo Chávez, antes de su partida definitiva no sólo a Cuba, para una segunda intervención quirúrgica, sino antes de su partida al otro mundo. Literalmente dijo en cadena nacional: “Nicolás Maduro no sólo en esa situación de concluir como manda la constitución el periodo, sino que mi opinión firme, plena como la luna llena, irrevocable absoluta, total, es que en ese escenario que obligaría a convocar, como manda la Constitución, de nuevo, a elecciones presidenciales, ustedes elijan a Nicolás Maduro como presidente de la República Bolivariana de Venezuela”.
Y así se instala en la escena venezolana un personaje civil mucho más dictatorial que su predecesor militar. Nicolás Maduro Moros y su voracidad destructiva de dictador que no se detiene en el crimen. Altera y desmantela la organización económica del país en sus sectores más dinámicos con una finalidad adicional, destruir el trabajo y con ello, los vínculos que los trabajadores entablan entre sí. Desagrega, separa, rompe los vínculos sociales y culturales, arrasa el sentido de solidaridad, aísla a las personas y convierte a todos en sospechosos. Ataca y hostiliza a profesionales y científicos y cuando no los mata, los obliga al exilio. Destruye la academia científica del país y degrada el nivel de los centros de estudios. Prohíbe libros y autores de cualquier tiempo, y establece cuáles no deben ser difundidos, citados o mencionados. Impugna a los artistas, establece listas donde figura lo que se puede escuchar. De nuevo el exilio es el destino de los que sobreviven. Agrede en especial a los jóvenes y a su cultura, su apariencia, usos, modos, gustos, música. Los descalifica, denigra e insulta. Esta acometida es intencionada, pues cada generación es una reserva de cambio para la sociedad. Pero el dictador no quiere cambios. Se apega a lo “sagrado”, a la familia modélica y patriarcal, a la identidad psicosexual definida y eso los convierte en homofóbicos rotundos, pero, y tomando el conjunto de aquello que quieren destruir, los convierte ante todo en los enemigos más feroces de la modernidad. Aunque por razones electorales de vez en cuando Maduro se contradice y pide al próximo Congreso que considere el matrimonio homosexual en Venezuela.
Y este híbrido “Führer” lanza sus bravuconadas respaldado por sus fuerzas militares, instalado en la atemporalidad, donde para él, el tiempo del crimen y la destrucción es un estado inalterable. Le es suficiente su voluntad y sus actos para que todo funcione como él desea. Él es la ley y lo que decide. No hay extremismo en su gobierno como suele escuchar que murmuran las calles. No es necesario rendir cuentas a nadie, ni escuchar demandas, ni satisfacer necesidades, pues al fin y al cabo las puertas de las fronteras están abiertas para que se vayan sin retorno. No hay necesidad de que la sociedad funcione de acuerdo a leyes y no sólo a voluntades. Su gobierno es una muralla que parece intacta, imposible de doblegar. Pero de pronto el muro empieza a resquebrajarse, cual muro de Berlín, entran ráfagas extrañas de luz, sonidos, ruidos y voces. Los murmullos se acrecientan y el pueblo comienza a voltear la mirada hacia nuevos horizontes. Aquellos que andaban escondidos, replegados, reaparecen en escena y aquellos a quienes persiguió de pronto toman importancia. La sociedad no funciona, sus deseos dejan de cumplirse, el oro negro comienza a escasear nuevamente, el patrioterismo pierde sustancia y la tragedia existencial se hace visible. Hay que partir la retirada. Acordar un retiro digno, huir, pactar la impunidad, último coletazo de la omnipotencia primitiva. Y ahora sí, renunciar al poder por el poder, que a ciencia cierta ya no tiene y nunca lo tuvo realmente.
A punto de ser un ex dictador, cuenta con la protección de pares y de aquellos con quienes ha pactado, pero no decide. Entonces hombres y mujeres que siempre lo adversaron y enfrentaron, que hoy sí tienen el poder legítimo de la elección democrática, empiezan a hablar de algo que él no entiende: la Ley. Es inadmisible. El dictador que creía que sólo la Historia y Dios podrían evaluarlo, se encuentra con la Ley y la Justicia común, la de siempre. De pronto, desprovisto del sonsonete religioso y del consentimiento obsecuente e interesado, escucha algo que para los demás es obvio: es un criminal y un corrupto. Un presidente elegido por el pueblo, una especie de Alejandro Toledo, antes de caer en el ocaso de la política, lo lleva a tribunales, algo nunca visto y que no puede creer que le esté sucediendo a él. Para peor, los códigos de justicia contemplan sus actos, los examinan y la consecuencia es una condena. Va preso, cual Fujimori con sus secuaces caribeños que lo secundan.
Este es el final que terminamos alucinando con Manolo en la plaza Candelaria, para un dictador que con los mostachos hitlerianos sigue sin comprender por qué la sociedad lo aísla y se reagrupa para conseguir sea declarada inconstitucional toda norma exculpatoria, toda apelación ante tantos abusos cometidos. Logrado esto, otra vez la Ley y la Justicia aparecen en su máxima expresión. Aquello que él pensó que jamás lo tocaría vuelve a convocarlo y, por último, es condenado a pasar el resto de sus días en una cárcel de máxima seguridad a orillas del Caribe. Podrán prometerle el cielo y las estrellas, y quizá creerá habérselo ganado, pero la tierra le será negada, como se lo negaron a Videla y Fujimori en su momento, entre otros dictadores latinoamericanos.
UNIDAD DE INVESTIGACIÓN DE LA FUNDACIÓN UNIVERSIDAD HISPANA
JCR/1989–2023/ENTRE CARACAS Y LIMA