Mis otras mamás
Mi madre y mi tía Celinda coincidieron en traer al mundo a sus últimos nenes el mismo año. Alguna vez tuvieron que comparar sus prominentes barrigas, y seguro que, como buenas observadoras ginecológicas, no por estudio, sino por experiencia, ya que entre ambas habían traído más de un equipo de fútbol al mundo ancho y ajeno que las cobijaba, sabían que mi dulce madre traería a un varoncito y mi no menos dulce tía Celinda, traería una hembrita.
Así vinimos al mundo Zoilita y este servidor en nuestros humildes hogares, mi madre y padre a la vez, haciendo literalmente magia para salir adelante en medio de sus precariedades económicas, y mi tía con su abnegado esposo, tío Ángel, haciendo lo propio para sacar adelante a su adorable clan familiar. Éramos felices porque el concepto familiar no estaba limitado a nuestros padres y hermanos, sino que se extendía con nuestros primos que eran realmente unos hermanos más y con nuestras tías que eran una extensión más de nuestras madres. Quizás la prueba más atroz que corroboró esta tesis ocurrió una tarde-noche cuando mi madre le pidió el favor a mi adorable tía Celinda para que se quedara con su bebé porque tenía que viajar a ver sus sembríos y animalitos por unos días a su entrañable pueblo andino.
- Hay hija, pero ya destetaste al bebé? Porque tú sabes que Ángel tiene que madrugar a trabajar.
- Si, claro Celinda, no te preocupes, le das su biberón y listo, hasta el otro día.
En aquel tiempo tío Ángel manejaba un microbús que circulaba por la ruta de Villa María del Triunfo y Surco, y la verdad que era todo un triunfo verlo conducir impecable respetando las reglas de tránsito por las calles limeñas. Tenía que levantarse muy temprano para cumplir con su rutinaria ruta urbana, de modo que no podía existir el más mínimo síntoma de bulla o algo que se le parezca que interrumpa su necesario y confortable sueño. Alguna vez, años después, cuando nuestras madres relataban sonriendo estos anecdóticos momentos, tío Ángel nos paseaba en su micro atravesando la Tablada de Lurin rumbo a las playas, para indicarnos más allá de lo que habíamos leído en los libros, que literalmente Lima era un desierto. Todos los primos y primas extasiados de alegría, íbamos cantando a toda voz: a pulgarcito lo invitaron a dar un vue, vue, vuelo en un avión, a dar un vue, vue, vuelo en un avión.
Pero aquella noche en la que me hice hijo literal de mi adorable tía Celinda, mi tía me dio mi biberón y procedió a acostarse con Zoilita, que aún no había sido destetada. No pasó mucho tiempo y en la penumbra de la noche un llanto pretendió perturbar el reconfortante y necesario sueño de tío Ángel. Mi tía nerviosa no podía permitir tamaño disgusto. Se vio obligada a colocar a su diestra a su nena y a su siniestra al hambriento nené. Al parecer no había sido suficiente el biberón que me dieron. Hacía falta unas bocaradas más de leche materna o tal vez sentir el pecho materno. Mi tía se vio obligada de darme de lactar y a partir de entonces tras haber bebido literalmente de su sangre, pasaría a ser un hijo más de sus regazos.
Aunque este incidente fue momentáneo, más allá de lo físico y anecdótico, grabó para siempre la relación maternal que desde allí siempre tuve con mi tía Celinda. Me engreía más que mi madre, preparándome unos “toffees” acaramelados que eran un sueño que los aprendió a hacer en la tierra de su esposo: Zaña.
- Hay no Celinda, yo no tengo paciencia para hacer esos caramelos. Ya lo has acostumbrado tanto, que ahora cada vez que piensa en ti, el niño sueña con tus caramelos.
- Qué va ser hija, qué va ser-. Respondía la tía, que tenía sus frases muy particulares.
Me contaba cuentos de los más enigmáticos, y a propósito de enterarme ya niño que cuando bebé me había dado de lactar, una noche me contó un cuento de lactancia de un hombre de campo que tenía a su bebé y esposa cada día más flaquitos, pese a que la madre comía bien y todas las noches amamantaba al bebé sin cesar. Hasta que, cuál sería su sorpresa, un repentino retorno a casa del esposo a medianoche, soprendería a una exhorbitante boa ingresando por la ventana hacia la habitación de la madre, donde, haciéndolo a un lado al bebé la gigantesca culebra le supcionaba la leche a la hipnotizada y dormida madre que pensaba que amamantaba a su bebé. El esposo procedió a cortarle literalmente la cabeza a la boa, descubriendo que el animal en vez de sangre lo que tenía era leche materna.
Así me mantenía imaginando cosas de lo más fantásticas y reales mi adorable tía con sus cuentos de camino, hasta que un buen día que había dejado de verla, de pronto llegó al pueblo de mi madre y dijo que ese pueblo lo sentía suyo, tal vez por sus hermanas que eran del lugar o porque de alguna forma siempre se identificó y amó la vida de campo. Nuestra no menos adorable tía Zoila, la había llevado a pasar las fiestas de mayo. Recuerdo que lo primero que hizo al verme fue dedicarse a contarme cuentos sobre un tal “kiko” que era cachetón y de un tal “chavo” que era un buen niño pero despistado. Como al pueblo de mis ancestros aún no llegaba la televisión, tenía que esperar ir a Lima para enterarme de las nuevas series y programas de la TV. Lo cierto es que mi tía se pasó los días describiéndome escenas del Chavo del Ocho de una manera tan emocionante y graciosa que diría que comencé a hacerme fanático de la serie antes de haber visto el más mínimo capítulo de la vecindad. Por nuestra parte mi madre y yo lo que hacíamos era mostrarle nuestros animalitos y plantas del pueblo. Mi tía disfrutaba escuchando a mi madre llamar a su cerdito como su “cholito”, y mucho más cuando efectivamente ante el llamado aparecía presuroso el robusto animalito. Ni hablar de nuestros pollitos y gallinas que ante cualquier arrumaco que le hacíamos tomaban posiciones poco tradicionales, cual perritos engreídos. Los gallitos llegaban a hipnotizarse con tan sólo colocarles nuestro índice derecho frente a sus puntiagudos picos. En un primer momento reaccionaban erguidos en posición de pelea, pero luego caían extasiados, como un efecto de magia, en posiciones inusuales totalmente echados con las alas abiertas y con la sonrisa de oreja a oreja de mis dos dulces madres. En ocasiones la alegría era total porque también se unía al grupo nuestra adorable tía Zoila. Como la vez en la que llegamos al pueblo trayendo dos perritos costeños de la raza salchicha. Popeye y Olivia en el corto tiempo que adornaron nuestras vidas fueron la adoración de mis madres y la alegría de la casa. Olivia no soportó el cambio de clima y al poco tiempo estiró sus diminutas patitas, mientras que Popeye hizo honor a su nombre, se aclimató y vivió mucho tiempo emitiendo sus hermosos ladridos por las calles del pueblo.
Uno de los últimos recuerdos de la generosidad de mi tía hacia su engreído, ocurrió cuando postulé a la Escuela Militar de Chorrillos. Había terminado la secundaria y quería probar suerte en ver la vía más rápida de poder profesionalizarme. La opción militar sin duda, con todas sus dificultades, era la más accesible, de acuerdo a los comentarios de la familia. De modo que postulé pese a que para llegar a Chorrillos tenía que atravesar todo Lima. Vivía por San Juan de Lurigancho. Mi tía, como siempre generosa, le dijo a mi madre que me mudara los días que fueran necesarios para su casita, pues de allí quedaba mucho más cerca la Escuela Militar. Así lo hice y pude comprobar una vez más la extensión de mi madre en las madrugadas que me dedicaba mi tía para ir correctamente vestido y desayunado a realizar mis pruebas académicas. Pude ver entre las neblinas que cubren las calles de Villa María, numerosos hombres y mujeres que salían a correr todas las madrugadas, previo a sus actividades laborales y escolares. A ellos me unía con un despliegue de vitalidad contagiante que me hacía llegar con buen ánimo a las matutinas pruebas militares. Ella me daba la bendición y se sentía feliz de verme partir con la esperanza de profesionalizarme, aunque no estaba completamente convencida que realmente ese era mi mundo. El tiempo le daría la razón, no era mi mundo, aunque a ciencia cierta lo que faltó fue la tristemente célebre “vara” mágica o padrino a la hora de emitir el cuadro general de los postulantes admitidos por la Escuela.
La última vez que pude sentir las caricias de mi tía Celinda, fue tras la desaparición física de mi madre. Déjame tocar tu rostro, me dijo. Y comenzó a acariciarme la cara lentamente. Sí, eres tú, mi Kokito. Me acurrucó bajo su regazo, comprendiendo que ahora eran sus manos las que le permitían ver, pues ya sus ojitos habían dejado de hacerlo. Más allá de ponernos melancólicos por todo ello, me contó que aquel pollito al cual literalmente lo salvé de la muerte (poco antes de irme al extranjero), tras haber sido mordido por un gato, abriéndole el buche con una “guillette”, y quitándole el atragantamiento de maíces que llevaba consigo; vivió muchos años, tantos que se convirtió en un esplendoroso gallo blanco, el más atractivo del corral. Y pobre de aquel que osara querer llevárselo al matadero para el deleite familiar. ¡A mi gallo nadie lo toca, es de mi Kokito!, gritaban mis madres.
Ahora que después de mucho tiempo sale el sol en la gris Lima y la primavera vuelve, como cuando me vestí de luces para bailarle a Cristo allá en el verano andino, siento la presencia de mi tía al ver que aún después de tantas muertes, la vida ha estado alegre hasta el cantar de los gallos, el ladrar de los perros y el hociquear de los cerdos. Son testigos: los primos y primas que alguna vez fueron hermanos, las tías que siempre serán nuestras madres.