PEDRO CASTILLO: Entrevista imaginaria
(En vista que no daba entrevistas)
Ciudadanos meditabundos, cabizbajos y taciturnos cruzan las coloniales calles limeñas que circundan Palacio de Gobierno, como advirtiendo malos presagios. El ambiente está ofuscado en algunas esquinas, con gestos de descontento de los transeúntes al pararse frente a los kioscos de periódicos, al parecer no alcanzan a leer buenas noticias. Hasta el asfalto da la impresión que comienza a agrietarse y hundirse al convivir con raudos vehículos que se ven obligados a llevar el ritmo desacelerado del caótico tráfico limeño. Hay alguien que pasa con su pan al hombro y otro que le compra el desayuno. Otro que igual pasa con su lujoso carro pegado a la acera y que también pide un sandwich no por no haber desayunado, sino por lanzarle unos piropos a la expendedora de alimentos e intentar un cortejo. Allí muy bien comienza a ambientarse el romance imposible entre la vendedora ambulante y el hijito adinerado de papá estrenando carro por las calles capitalinas. Ella con el paso del tiempo le agradecería la obtención de su legalidad al imberbe enamorado, mientras el hijo de papá le reclamaría el hecho de sentirse utilizado para traer un supuesto primo caribeño que terminaría siendo su marido, mientras llora su desdicha sobre tan dichoso vehículo. Todo este melodrama le describe su chofer de confianza al presidente. Éste es quizás uno de los pocos funcionarios que logra tenerlo diariamente al mandatario desprovisto de su clásico sombrero, uno de los que le logra ver el ceño fruncido, como cuando responde acelerado: ¿Qué le pasa a usted señor?
―Pase adelante ―dice una señorita recepcionista y muestra a Castillo sentado en su trono junto con su secretario. Hay uno que otro ordenador que parece una señora impaciente bajo las manos de un masajista. El mandatario se levanta y saluda, e indica: póngase cómoda para hablar. Una lengua de papel aparece en escena y baja lentamente como un ofidio, se trata de una silenciosa impresora conectada al ordenador.
Desde hace cien días gobierna su país y sentirse gobernado se ha convertido en una de las situaciones más difíciles de comprender. Dicen que los buenos árbitros pasan desapercibidos. Pero un presidente es más decisivo que un árbitro para darse el lujo de pasar desapercibido. Sus discursos son una radiografía mal sacada del país en el que vivimos, y resultan cada vez más rechazados con avidez por sus propios seguidores. Castillo, como aspirante a “rondero”, es un látigo antiverbal. Qué duda cabe.
Por una parte, él describe un país político, antisocial y contra cultural en sus ininteligibles peroratas que cada cierto tiempo imparte y por la otra continúa hablando de un país con los sueños intactos, realizables, sólo si no se vuelve a caer en la ultraderecha.
―El trabajo de gobernar está condicionado a que guste ―dice.
―A un buen gobernante no le importa demasiado si lo siguen.
―Los buenos gobernantes se liberaron de la relación con las tribunas y tienen muy sólidas razones. El Ulises de Joyce no le gustó a nadie, pero tú sabes que fue transcendental. Hoy en día un gobernante exitoso es sospechoso. Son una especie en extinción, una especie de best-seller. El oficio de gobernar bien está completamente ligado a la corrupción: obligatoriamente tiene que gustar y se gobierna para eso, sin castidad ni reservas. De la mano de la prensa amarillista que cobra por dibujar “un buen gobierno”.
―Ustedes trabajan bajo una constante medición.
―Sí. Bajo una incógnita diaria de lo que pasó ayer. La pregunta es respondida por las encuestadoras que llegan diariamente. Yo me niego a creer en ese tipo de mediciones. Pero la realidad me viene convenciendo. Voy entendiendo a golpes que la opinión de ochocientas personas puede obedecer a una tendencia.
―Verdaderamente: ¿por qué gobierna?
―Porque fui elegido para eso.
―¿Y antes de que ocurriera eso?
―Al principio entré a esto por ganarme la vida.
Castillo cuenta que cuando gobernaba PPK, él y sus amigos sindicalistas estuvieron dedicados a vivir de ese que también es un trabajo, el sindicalismo. Un día los arrestaron y estuvieron detenidos injustamente.
―Fue una detención tan tonta que yo todavía no sé por qué nos detuvieron. He hecho teorías acerca de eso pero el asunto es que nos detuvieron y empecé a sentirme culpable. Supe que tenía un pecado y que además se me había olvidado. Eso es lo más terrible que le puede pasar a un pecador: que se le olvide su pecado.
―En el video se aprecia que alguien le indica que se desmaye.
―No estaba mal. Es verdad que me dijeron que me tirara, pero realmente había razones para hacerlo, nos estaban maltratando con los gases lacrimógenos. Cuando me llevaron al despacho de un capitán. Me saludó y yo le pregunté: “Mire ¿qué pasó? ¿Por qué estoy aquí?”. Y el tipo se echó a reír. Yo le preguntaba y él se reía como indicándome que me estaba pasando de vivo.
―Su etapa de sindicalista fue dura, por los prejuicios, ¿no?
―Me sentía trabajando en un prostíbulo, pero luego comencé a interesarme por la dinámica que ocurría en mi vida haciendo política. Hay millones de agremiados al sindicato que ven lo que haces y tienes la posibilidad de decir algo. Por último entiendes la libertad que te da: eres libre, no tienes que depender sino de tu liderazgo que es un trabajo yo diría digno.
―Usted aprendió que el dinero es importante.
―En esa época hablaba mucho con Vladimir Cerrón y él, que siempre ha sido un atormentado, tenía el gran tormento del dinero, no porque fuera ambicioso sino porque vivía una situación económica maltrecha. Él me decía: “El dinero es la única libertad, si tienes dinero nada te puede pasar. Para poder ser libre tienes que tener dinero”. Yo dije: “Déjame hacer de la vida entonces dos parcelas. Una atadura es el sindicalismo, con pérdida de la imagen demagógica del político (el tipo que te dice: “vi esos grotescos discursos, eres un traidor”, etc.) que unas veces me molesta y otras me deprime. Pero el resto es libre. Yo he jugado un juego que he ido entendiendo. Hoy en día me preguntan por qué hago política ininteligible y respondo “porque quiero”. Tuve una época en que jugaba. Hoy me conmociona gobernar en el extremo. “No más pobres en un país rico”, aunque me critiquen.
―También tiene la insatisfacción ante la opinión periodística.
―Sí. Me hace infeliz leer los titulares de los periódicos amarillistas, de los canales de televisión, de las radios, etc. Casi es una especie de malestar físico.
―Debe ser agotador gobernar en medio de la corrupción y la pandemia.
―La tortura para mí, es de qué voy a gobernar. Yo gobierno en función de los demás, de por dónde va la cosa. Es decir, la inquietud personal no juega para mí ningún papel. Quiero sentir lo que está sucediendo y tener claro qué es lo que el público quiere. Y como el pueblo casi siempre se equivoca, terminamos encaminándonos al abismo. Pero nadie nace sabiendo, el golpe enseña. Y voy aprendiendo.
―¿Tiene usted un método?
―Cuando gobierno pienso en determinadas personas. Pienso en Guido Bellido y en su familia en el Cusco, por ejemplo, y me digo “¿Guido está comiendo bien, pero su familia?” y entonces empiezo a gobernar como si estuviese gobernando para él cuando lo conocí allá en el sur, con su miserable sueldito. A veces pienso en el aguerrido Bermejo y gobierno para que él me entienda y comprenda que hay que quitar las armas del discurso, que esos tiempos ya pasaron. En otros instantes pienso en que Vladimir Cerrón me está leyendo y escribo en mi twitter como si hablara con él. Deseo que lo que escribo le interese. Ese es el mecanismo que tengo. De todos modos me divierto mucho. Tardo como tres días escribiendo cada twit.
―¿Qué fue lo que pasó en el baño de Palacio realmente, no piensa renunciar señor Presidente?
―Qué le pasa a usted señor? Usted está loco?, tal vez sería la respuesta más adecuada. Pero como buen mandatario le debo decir que no sospecho de nadie, pero desconfío de todos. Hasta de mí mismo. No estoy para que ustedes me digan, ni yo para decírselos… Hay momentos en la vida que son verdaderamente momentáneos. Y este es uno de ellos, fíjese usted. Como dijo ese gran poeta, que no dijo nada pues porque no le dieron tiempo, pero como dijo ‘Chicaspear’, la ‘filosofía’ de la vida es ‘to be or no to be’, que quiere decir “te vi o no”. Y valgan verdades, yo no he visto nada. Y si lo he visto, no me acuerdo.
―¿Su trabajo político le ha traído problemas con el Congreso?
―Ser Presidente me quita independencia. Cuando pasas a tener la culpa tienes que cargar con el muerto. El Congreso es una cosa terrible para mí. Allí hay un tipo diciendo un discurso mientras otros están leyendo, hablando por teléfono o la fracción de un partido se encuentra reunida. Es insólito. Me dijeron que ahí se habla para que conste en un registro que hablaste, aunque haya sido en medio de la apatía general. Esto revela que el Congreso es un desastre.
―Que debe ser eliminado, según opinión muy actual…
―La razón fundamental para que este Congreso sea eliminado es esa. Hay que hacer un nuevo Congreso y decir: “Artículo primero: es obligatorio oír”. Si al congresista se le paga y goza de privilegios, de una placa, de una inmunidad para que abuse, es a cambio de que se siente y oiga. ¿Cómo crear leyes si allí nadie oye? Yo creo que no oyen para que no los vean oyendo a otro y no los crean confabulados.
―¿Qué sucederá ahora en Perú?
―Estaba pensando en eso. Yo creo que el país no va a ser el mismo. Los peruanos en su inmensa mayoría están contra este Gobierno, pero se ha perdido la cultura de la oposición. Los partidos de oposición carecen de convocatoria y no tienen cultura de oposición. En Europa la gente sabe cómo tumbar un gobierno sin que pase ninguna catástrofe. Aquí hubo una cultura de tumbar gobierno a los cañonazos pero han pasado y espero sigan pasando muchos años sin disparar cañones.
―¿Usted cree que algo cambió sustancialmente en el peruano?
―El país ya no es el mismo: hay un sedimento, algo que se va a expresar en el desenlace de esta situación, sea cual sea. Yo creo que el país cambió radicalmente y fue un cambio sostenido que no ha salido a la luz. Si se necesita un sacrificio, renuncio a mi parte y agarro la suya.
Castillo deja de hablar cuando nota que el papel de la impresora se ha resbalado por sus piernas y va hacia el piso. “Qué mensaje tan largo”, comenta.
Afuera, a media cuadra de Palacio, una mujer joven vestida cual chef, prepara una hamburguesa. Nuevamente aparece en escena aquel lujoso vehículo con el galán a bordo, que va en busca de la sacrificada dama que termina de echarle el kétchup al pan. Ella, inocente, ni siquiera se imagina que muchas ilusiones, de las que giran en su pecho, han sido proyectadas por él. Mucho menos sabrá que es el único hombre capaz de hacerla millonaria y feliz. Un motociclista que pasa le susurra un piropo encendido y le toca una nalga fugazmente. Ella le suelta una maldición criolla con mentada de madre. Lo más delicadamente posible, por si acaso esté mirándola alguien importante. Y no se equivoca, Pedro Castillo con una larga vista desde lo alto de Palacio, aprecia todo aquello sonriente y a la vez triste. Parece consciente, meditabundo, taciturno, compungido, cual preso de su propio castillo, mejor dicho, castigo.