PERÚ: DÁNDOLE VOZ A LOS SIN VOZ
Nos hemos acostumbrado a mentirle al Estado, para cualquier trámite siempre hay un evasor de impuestos, de trámites, un tramitador que se las sabe todas y en base a ello se han armado emporios económicos con supuestos grandes señores en la actualidad del país. Si te detiene un policía de tránsito, sabes que por encima de su reclamo protocolar (“Ciudadano, usted se acaba de pasar la luz roja”) hay una proposición bajo la manga para nada deshonesta, sino habitual. Propuesta hoy en día cada vez más improbable de aceptarse debido a la proliferación de cámaras y al uso de los celulares que tienen pena de cárcel para los funcionarios que se atrevan a aceptar cualquier tipo de soborno. Sin embargo, en ocasiones solemos apelar a un conmovedor cuadro dramático: “Discúlpame hermanito, es que no me di cuenta con la preocupación que llevo, tengo grave a mi madre y voy a su encuentro en el hospital”. Y el policía de tránsito que debe entregarte la papeleta de acuerdo a las disposiciones de tránsito a partir de ese instante se convierte en un agresor personal, porque no es que tú faltaste, es que le caíste mal al policía. Es que es un inhumano, un desgraciado que no comprende tu urgencia, tu desgracia. En consecuencia, la corrupción es un estado habitual, normal, en medio de un tejido de situaciones cotidianas entre el Estado convertido en policía de tránsito, o en funcionario municipal, o en enfermera de seguros sociales. Consideramos que los procedimientos nos persiguen, como lo hizo este policía al vernos cruzar la calle en luz roja. Los funcionarios son mis enemigos cuando se ponen pesados, es decir, cuando cumplen con las normas. Por eso, en el Perú, todo funcionario público o es un delincuente en potencia o es un antipático. De allí, emerge la filosofía de que el Estado peruano debe servir para impedir las catástrofes, por ende, el Estado desconfía absolutamente de sus ciudadanos, porque parte de la idea de que todos los ciudadanos son unos pillos y es necesario impedir tanta pillería. Abundan pruebas al respecto, centenares de familias que vienen recibiendo un bono económico por ser supuestos damnificados fantasmas, creados por funcionarios corruptos, a raíz de los estragos producidos por la corriente del niño, mientras que los verdaderos afectados continúan desamparados, durmiendo en la intemperie del norte peruano.
Como vivir es defendernos de un patrón ético al que denominamos “Estado”, el Estado peruano es una aspiración mítica de sus ciudadanos. El mandatario de turno es mandatario sólo porque él o ella dice que es el Jefe o la Jefa de Estado. Pero a ciencia cierta, no es un ningún Jefe, estadista o algo que se le parezca. Sólo es una persona que está allí cumpliendo una provisionalidad, en tanto no le descubramos sus flaquezas, sus miserias cotidianas, su condición de animal rastrero, de escoria de la vida, de rata de dos patas. De allí que la función presidencial no sea entendida por los ciudadanos. Casi el cien por ciento de los peruanos piensan honestamente que el mandatario o mandataria, sea quien sea, llámese como se llame, es un ladrón o ladrona en potencia. Si alguien llega a Palacio de Gobierno, es necesariamente lógico que se dedique a robar, como lo hizo uno de los menos pensados gobernantes identificados con el pueblo pobre de los últimos tiempos, a quien se le capturó in fragante con 20 mil dólares en su propio baño presidencial.
“Todos los políticos son unos bandidos.” “Todos los políticos son unos corruptos.” “Todos los políticos son unos ladrones.” Eso es lo que a ciencia cierta pensamos. Ahora bien, el corrupto no es un ser de otro mundo, no, por el contrario, nos pertenece, es producto de nuestra propia creación. Es un ser lógico, sostenido por una relación de causa y efecto. El corrupto es “la norma”. El hombre honesto, al contrario, es un “cojudo”, como diría Sofocleto, o es simplemente una excepción lujosa, una especie en extinción, un ser de otro planeta, un extraterrestre.
El pueblo peruano es irreverente frente al poder de turno; sin embargo, le exige formalidad. Es cierto. No solamente el hombre de a pie le está pidiendo al Estado que asuma dignamente su condición de tal, sino que, por vez primera en la historia peruana, hay signos inequívocos de que nos interesa la suerte de ese Estado, hasta donde percibimos la noción de Estado. Normalmente, en Perú el Estado es el Gobierno, y concretamente el Gobierno de turno. Desde los tiempos de haber superado la hiperinflación económica del primer gobierno de Alan García Pérez, hasta los últimos gobiernos de turno, los informes del Banco Central de Reserva (BCR), las alocuciones presidenciales y las declaraciones de los ministros de Economía pregonan un continuo crecimiento, en el peor de los casos una sostenibilidad económica en comparación con nuestros países vecinos. Algunos dicen que tenemos un piloto automático en el BCR. Sin embargo, el Gobierno ha tenido problemas sucesivos y es vox populi que el Gobierno ha tenido problemas de gobernabilidad y los tiene aún en pleno desarrollo. El Perú llamado Lima no basta como prioridad estatal. De modo que no podemos seguir confiando ciegamente en esa estabilidad económica a puertas de nuevos abismos existenciales que se anuncian desde el punto de vista climatológico, desde el rebrote de enfermedades pandémicas, desde el punto de quiebre que causan las migraciones delincuenciales. Lo cierto es que nos ha empezado a interesar la suerte del Gobierno, o, mejor dicho, nos debe interesar. Debemos comenzar a entender que el Gobierno no es ninguna catástrofe natural, sino una resultante que se expresa en un proyecto económico-país. Y que todo ello tiene que ver con el precio del pollo, del pan y los limones del mercado del barrio. Que un error Ministerial reduce las posibilidades del sueldo que ganamos o condena a millones de peruanos a muertes súbitas, como aconteció durante la pandemia.
El país literalmente anda bloqueado, saturado de vicios producidos por el propio Estado. Lo más probable es que nos resulta difícil percibir la noción del Estado. Tenemos Gobierno por arte de magia, Gobierno agresor del Estado. Constitucionalmente cada cinco años el Gobierno se enfurece contra el Estado, decapita funcionarios, manda al tacho planes de la nación sólo por no ser de su línea política, desvía presupuestos, liquida proyectos, incendia pruebas, documentos, renombra calles en alegoría a sus mentores políticos, cambia membretes; es decir, aniquila la más mínima continuidad administrativa, salvo que se trate de algún negocio turbio que le convenga conservar. El mandatario o mandataria de turno aparece en escena prometiendo un nuevo Perú, como si se tratara de un comercial de un producto de primera necesidad. Pero a conciencia, la primera necesidad continúa. El Gobierno se publicita a sí mismo como “nuevo”, superior al anterior, pero sus relaciones de poder no cambian, son las mismas, con el clero, el magisterio, la central de trabajadores, la central empresarial o CONFIEP, los bancos, el Ejército, los partidos políticos, etcétera. El Gobierno equivoca adrede su proclama, habla de “novedad” y no de “efectividad” que es lo que el pueblo pide. Pero esta proclama no es potestad del Gobierno. Es también un modo de ser de la oposición. La oposición en nuestro país es ridículamente pavloviana. Oposición en Perú es decir lo contrario de lo que dice el Gobierno. Esto es blanco, decía Pedro Castillo. Esto es negro, contestaba Keiko. Esto es verdad, dice Dina. Esto es mentira, dice Jorge Montoya. Nada hay más previsible que un discurso de la oposición. Un discurso de la oposición es un disco rayado. Se trata de una oposición paralela y programada, donde confluyen causas de ultraderecha con la izquierda rancia del espectro político peruano, paradójicamente formando un solo frente contra el régimen de turno. Aliados pese a las distancias ideológicas, en busca del poder por el poder. Poco importa la elaboración de algún plan de la nación, ideológico o algo que se le parezca.
En mi actividad como gestor cultural, los planes presentados por los Gobiernos de turno consisten casi siempre en decir que se va a estimular la cultura, que se va a hacer más popular la cultura y, desde luego, que se va a afirmar la identidad cultural del peruano. ¿De qué manera?, nadie explica cómo se van a lograr estos objetivos. Transcurren los años de Gobierno y no hay cultura en desarrollo, no se popularizó la cultura, ni se halló ni afirmó por ninguna parte la identidad nacional. Súbitamente emerge la oposición al régimen de turno en escena y grita a todo pulmón: ¡Fracaso!¡Fracaso! Y así sucesivamente, se repite la historia de un Presidente condenado por promesas incumplidas y de una oposición supuestamente dispuesta a enmendar la plana de llegar a ser Gobierno en el próximo proceso electoral.
Hasta hace poco se decía que hacía falta un nuevo liderazgo, que le había llegado la hora a los partidos políticos de un buen descanso, de unos años de recogimiento y meditación en algún claustro académico. Y el pueblo peruano los mandó literalmente a las duchas a partidos históricos como el APRA, Acción Popular y el Partido Popular Cristiano, para ver si se refrescan, para ver si leen, si aprenden otro vocabulario, otras conductas más acordes con los nuevos tiempos de cambios tecnológicos e ideológicos. Tal vez de allí emerja un Presidente de la República que sea realmente demócrata. Es importante elevar la discusión. Es importante que los socialdemócratas piensen y actúen como socialdemócratas; y que los comunistas piensen y actúen realmente como comunistas. No como lo hacen ahora, donde un cierto cinismo se ha apoderado de estos partidos políticos y dónde se observan alianzas increíbles entre supuestos adalides de la ultraizquierda y de la ultraderecha. A veces el cinismo se disfraza de resignación. Es así. Tiene que ser así. Tengo la obligación, como intelectual, como gestor cultural, como periodista, como maestro o como lo qué diablos sea yo, de tomarme en serio a los hombres que hacen política en el Perú. Muchos de ellos han dado lo mejor de sí mismos en esa actividad. Por lo tanto, vale la pena reclamar inconsecuencias. Hace algunos años, la Fundación Universidad Hispana me ofreció un podio para emitir mis ideas a nivel internacional. Entonces pensé: “Jorge Carrión, tienes cuarenta y cuatro años, ha llegado la hora de decir a los cuatro vientos lo que piensas”, y aquí me tienen, dándole voz a los sin voz.
JCR/Unidad de Investigación de la FUNHI