SÓLO SÉ QUE SIGO SIN SABER NADA
Hay veces que uno se pregunta si es o no correcto pensar como Sartre, que el hombre está condenado a ser libre. Pero ¿por qué hablar de condena para ser libre? En primer lugar, hay que remarcar que Sartre rechazaba la idea de Dios, de un ser superior que determinara el curso de la existencia. Lo cual coloca al ser humano como responsable absoluto de su existencia, de sus acciones y decisiones, y en consecuencia como no hay nada previo que establezca o defina su conducta, no está atado sino a sus elecciones.
Así, atados a nuestras elecciones, nos encaminamos a elegir a los que conducirán los destinos del milenario Perú que nos cobija. Será una elección difícil entre dos alternativas políticas que cargan con un historial de hechos negativos para los peruanos. De modo que amerita poner en práctica una mirada filosófica y no política al panorama que nos circunda y aceptar la recomendación de Nietzsche a los filósofos, en el sentido que nos abstengamos de leer los periódicos, para nuestros tiempos redes sociales y afines.
¿Y esto último por qué? Es que los tiempos de la política y los de la filosofía son diferentes. La primera sólo atina a ver el presente recargado de demagogia con ilusionistas de la palabra, la filosofía en cambio está más interesada en conocer la verdad, distanciada, alejada de las ilusiones de la actualidad. Lo que apreciamos en el presente con el transcurrir del tiempo resulta algo totalmente diferente, es decir, el presente es el tiempo de la apariencia, el tiempo de lo dudoso con lo cierto, lo pasajero con lo permanente, lo falso con lo auténtico. La historia clasifica estas dos apreciaciones como hechos y acontecimientos. Los hechos es lo que se vive en el momento y que se va acumulado sin sentido. De ellos se encarga el periodismo, los informativos y todo lo que leemos en la prensa y redes sociales a diario. Estos hechos acumulados son recibidos por el lector sin jerarquerización alguna, sin ningún orden. Si bien es cierto que los emisores de noticias los ubican con algunos criterios periodísticos, son demasiado genéricos para saber hacia dónde direccionan al conglomerado humano pensante, reflexivo.
Los acontecimientos en cambio, constituyen la suma de muchos hechos en los cuales está ocurriendo algo que no se identifica con ellos, que los traspasa, los trasciende. La jerarquización de los hechos llegará en el momento que tengamos en vista el acontecimiento al que pertenecen. Un hecho, por ejemplo, es el golpe de estado del 4 de febrero de 1992 en Venezuela, que como tal no posee mayor significación en sí misma, a menos que en su interpretación sea apreciado como un significativo acto de subversión del orden existente en ese momento y un comienzo de lo que más adelante se llamará “Revolución Bolivariana”. Resulta iluso imaginar que los participantes de este hecho hubieran podido reconocerse como iniciadores de ese acontecimiento cuyas consecuencias siguen generando hechos lamentables hasta nuestros días, incluso hasta en nuestro propio y lejano país, donde una vertiente política castro comunista pretende emular esos hechos caribeños. Ellos continúan ensimismados viéndose como héroes de un nuevo tiempo.
Alguna vez un joven protagonista italiano (Fabricio del Dongo) resolvió ir a sumarse a las tropas napoleónicas reunidas en Bélgica que lo enfrentarían a los ingleses. Días más tarde, tras haber cicatrizado sus heridas, lee las noticias que dan cuenta de la derrota del ejército francés. El joven se pregunta: “¿Pero esto que he vivido era una batalla? ¿Y esta batalla era Waterloo?” Pese al corto tiempo transcurrido de los hechos vividos, comienza a aparecer el acontecimiento positivo en el que se marca el fin del imperio napoleónico, pero Fabricio está lejos de entenderlo. Con los hechos nos acontecen estas paradojas, nuestra mirada se queda con lo inmediato, es incapaz de ver lo lejano. Si tuvieramos esa capacidad tanto para ver lo positivo como lo negativo, aquel “por ahora” de Hugo Chávez Frías, habría quedado sepultado y con él la supuesta revolución bonita que el pueblo iluso compró como cierta. La lectura de los medios de la época, manejados por la oposición que hoy adversa al chavismo, infundía en los lectores la ilusión de un salvador y justiciero, cuando en verdad esto último era pura ilusión.
¿Cómo puede degradarse tanto un estado económicamente fuerte en cualquier lugar del mundo? En lo social y económico hay por lo menos dos lecturas posibles, la de las dos tendencias: izquierda y derecha, que se enfrentan en la lucha por el poder. Mientras la política intenta apoyarse en conocimientos, estadísticas e informaciones, nunca termina de inclinarse ante el dictamen de estos datos, pues prevalece la voluntad de que las cosas se conduzcan en el sentido de la posición que se ha tomado. De allí que cualquier análisis histórico cae por su propia falsedad que nace de su trinchera política. El sistema democrático intenta que estas trincheras confluyan en procesos armónicos que vayan anteponiendo los intereses del pueblo de a pie como prioritarios. Sin embargo, los análisis son siempre optimistas y esperanzadores, pues todos están reglados en sus resultados por la exigencia de favorecer las propias posiciones y perjudicar las del adversario. Una pugna que se torna desleal y antipatriótica, en medio de un discurso nacionalista y demagógico para las tribunas, ya sea de derecha o de izquierda. Y en el medio, el pueblo esperando por lo que no se les debe.
En suma, con la política apostamos hacia el porvenir. Hacemos política porque en lo inmediato no hay seguridad de que nuestra historia vaya en una dirección determinada. Si esta certeza se tuviera, la política perdería su sentido. La otra cara de la medalla es la filosofía que se maneja con la verdad, lo que es, tal cual es y lo que no es, tal cual no es; es decir, visionarios sin condicionamientos humanos. Una antiideología por excelencia. Y aquí nos detenemos para contrarestar movimientos trasnochados que en la actualidad se venden como ideologías salvadoras de un nuevo tiempo, más digno y justo del que vivimos, que nos tienen al borde de elegir al que más se identifica con nuestras necesidades, con nuestras raíces de campo, con el Perú no llamado Lima; pero nos detenemos para recurrir a nuestras capacidades filosóficas y evitar ser engañados, recordando que todos podemos ser un poco aquél Fabricio del Dongo, que anduvo y fue testigo de aquél “waterloo” consolidado con la revolución francesa hasta nuestros días, y mucho más testigos de excepción del aquel “por ahora” caribeño, que hasta hoy seguimos esperando, y vaya dónde nos encontramos, en medio de una paradoja existencial que no debió generarse, que no debió expulsar a miles de venezolanos más allá de sus llanuras en búsqueda de un pedazo de pan donde sentarse, y lo sigue haciendo, en medio de un gobierno forajido que lejos de proveer a su pueblo del líquido elemento, salud y alimentos, hoy lo tiene pasando hambre, con las manos atadas al militarismo.
“Sólo sé que sigo sin saber nada”.