TÍO ALEJANDRO

JORGE CARRION RUBIO
11 min readAug 21, 2021

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Aunque tenía pinta de cocinero o mozo, no lo era. Mis primos decían que era un policía retirado que ahora andaba engordado y medio extraviado. Llegaba generalmente cuando el restaurant estaba vacío. A veces nos sorprendía jugando una partida de ajedrez. Aprovechaba el momento en que mi primo se iba al baño para decirme a media voz: “Chávez está asao”. De pronto retornaba mi primo y Rochita se sentía capturado: ¡Qué pasa Rochón, nadie te ha llamado. Sigue tu camino!. Al verse sorprendido, marcaba la retiraba. Decían que pertenecía a la fauna feroz y famélica de impíos sedientos que circulaban los fines de semana pidiendo sus piqueos y brebajes calenturientos; que antes había sido un personaje importante y ahora andaba de capa caída, extraviado, desmemoriado. Así eran algunos de los parroquianos que visitaban este histórico punto gastronómico limeño. Pero la verdad es que la mayoría de visitantes eran miembros de la policía y militares activos y retirados que llegaban a deleitarse de los mejunjes marinos que comandaba el recordado tío Alejandro Chávez. Tal vez, sin proponérselo, policías y militares eran sus mejores aliados para evitar que el lumpen rancio de San Martin de Porres, ex presidiarios, rameras redimidas, homosexuales en ejercicio, maestros de ciencias ocultas, vecinos chismosos, desahuciados poetas, alcohólicos anónimos carentes de fe, hicieran de las suyas a su paso por el, con el correr del tiempo, célebre jirón Maracaibo.

Pero había que ser muy bravo para sacar adelante este tipo de negocios en medio del antro de transfiguraciones que representaba este icónico distrito. He ahí el valor de tío Alejandro en sus años mozos, que un buen día decidió iniciarse en estas lides allá en las ferias de comida del barrio El Porvenir de La Victoria. Acompañado de su abnegada y no menos trabajadora esposa, tía Zoila, marcaron la pauta de lo que más adelante sería la empresa gastronómica más auspiciosa de la familia. Cuentan que más de una vez tuvo que sacar a puños y cabezazos a cuanto desalmado osaba faltar el respeto en su negocio. Ya para cuando lo conocí en San Martin sólo escuchaba estos cuentos del Porvenir con prosapia y sin ley. Ya el tío había colgado los guantes y dejado la posta a sus hijos, mis primos Miguel y Mario Rafael “Juanito”, que eran los que sacaban la cara por el lugar y ponían el más mínimo pleito en su sitio. Aprendí filosofía de vida, dados, timba y hasta poesía existencial, de tanto observar y oír a los recurrentes comensales y discípulos del dios del vino, baco, en aquel singular lugar.

Mi madre se la pasaba conversando con mi tía en la cocina, incluso con el tío, quien realmente era el chef oficial del restaurant. Andaba pidiéndole el secreto del sazón del sudado especial con pejesapo, pero siempre terminaban riéndose, pues mi tía le respondía que el del secreto era Alejandro, que ni ella misma lo sabía. Mi tío siempre de buen humor, aunque aparentemente serio, al verme me decía: ¿cómo está el chiquito? cada día más grande. Luego mi tía me indicaba que si quería fuera donde mis primos que se encontraban atendiendo en el restaurant, que como no había aún comensales, podía acompañarlos. Así, hacía mi ingreso hacia la barra con mis primos y luego tras pautar una partida de ajedrez, si se trataba de Miguel, iniciaba con las blancas o negras, y tras pautar un juego de cartas o cachito, si era con Mario, comenzaba partiendo la baraja o batiendo el cubilete con los dados adentro del vasito de cuero, lanzándolo sobre la mesa para intentar ganar el juego. Todo ello en medio de las brumas de la bohemia alcurnia de los asiduos visitantes de aquel emblemático lugar. Nunca observé un rótulo sobre la gran picantería ubicada en una esquina, con algún nombre en particular, al menos durante el largo tiempo que recuerdo haberlo visitado no tuvo nombre. Sin duda, debió llevar el nombre de mi tío, pero el sazón era tan bueno que no fue necesario mayor nombre. La gente llegaba por inercia, por olfato, cual jauría de perros tras un celo o cual zombies emulando un “thriller” gastronómico. Los comensales solían esperar hasta dos horas o más en medio de un preámbulo de bohemia, entre cachitos y cerveza. Así quedó enclavado en el imaginario de mi niñez y adolescencia, la jalea y sudado de tío Alejandro, ubicado en el lujurioso distrito popular de San Martin de Porres. Llegué a sentirme un bohemio más pese a no haber probado una gota del mágico elixir que ellos bebían y vivían fin de semana tras fin de semana en ese apoteósico arrabal. Supe del encanto de sus mesas que en ocasiones eran juntadas unas tras otras, para hacer un gran mesón ante la presencia de una comitiva policial o de un destacamento militar literal que con uniforme puesto solía llenar el salón. Y ni hablar de su gran barra alucinada con cajas de cebadas que terminaban adormeciendo a más de un batallón de comensales. A veces ingresaba al gran salón y perdía de vista algunas mesas, pues no faltaba algún parroquiano envuelto y tapado por la bruma de su propio cigarrillo. Eran tiempos donde fumar era parte del glamour de la gente.

Más de una vez logré colarme al local en horas no aptas para menores de edad y alcancé a verlo lleno de parroquianos desenfrenados con el trago y el ají, masticando sus canchitas previas a la comilona. Lo bueno se hace esperar, parecía ser el mensaje indiscutible de tío Alejandro. De un momento a otro vi que un grupo de criollos le palmeaban en los hombros a un paisano.

-¡Contamos contigo, paisano!¡No creo que no puedas superar a cinco sambas!

-¡Cinco ases son mejores!, arengaba otro.

Hasta ese momento el paisano parecía haberse limitado a medio acriollarse mostrando algunas señales de timbero, pero qué va, pareció suspirar: ¡Y yo que creía que las sambas sólo eran las morenas limeñas!

Las alegres expresiones de los apostadores, más una repentina rueda de mirones, dentro de los cuales me encontraba, le hicieron sentir íntimamente que sería bueno superar esas cinco sambas. De pronto, hizo un extraño ritual mirando hacia el interior del cubilete o cachito y balbuceó unas palabras ininteligibles para los criollos jugadores del lugar, que entre tragos a duras penas se entendían unos a otros. Mi experiencia andina me hizo captar una que otra expresión quechua del paisano:

¡Manan imapis mana atinaqa kanchu!-, dijo.

Hice mis cálculos bilingües y entre mi logré entender: “manan kanchu", que es una expresión quechua que denota algo así como: “no tengo nada". ¿Será que ha visto los dados y no cree que logrará sacar los cinco ases? Pero ahora después de muchos años que recuerdo este momento, investigando descubro que lo que realmente dijo aquel paisano mirando el cubilete fue:

¡No hay nada imposible!

Y procedió a arrojar los dados. El paisano sacó tres ases luego de menear sardónicamente el cachito sobre la mesa. De los dados de la siguiente tirada sacó otro as. Luego sacudió el cachito por un largo tiempo, tanto que no faltó un parroquiano que se hartó y dijo:

¡Ya tira de una vez el dado que falta serrano de mierda!

Ya tenía cuatro ases, si sacaba uno más, la cinco sambas estaban perdidas. Se erizaron los pelos de todos y las miradas ebrias del grupo de criollos intimidaron al extremo al solitario paisano. No estaban los primos en la barra, sólo el tío que siempre reflejaba tenerlo todo controlado. Medio se acercó a la mesa, los miró fijamente a los embriagados parroquianos y le dijo al paisano:

¡Lanza no más Paisano tu último dado!

Todos los movimientos del paisano fueron lentos y parecieron lentamente elaborados. Le emitió un soplido al cachito y lo colocó de cabeza sobre la mesa con el dado restante adentro. Luego lo levantó ligeramente y observó de reojo el resultado. Con un aire de autosuficiencia dijo:

¡Cinco ases son mejores!

Dejó aquel as al descubierto que literalmente iluminó todas la mesas, el diente de oro del paisano, hasta logró arrancarle un pequeño rictus al tío que difícilmente lo hacía. Dándome una palmadita me indicó que pasara para adentro, como comprendiendo que ya la lección había terminado para mí y que era hora de volver donde mi madre y mi tía a la cocina. Mientras tanto los criollos parroquianos precedían a regañadientes a pagar la cuenta y la apuesta porque definitivamente en las artes de la timba, cinco ases son mejores a las sambas.

En la cocina me esperaban fuentes humeantes de deliciosas jaleas y sudados que probaban el por qué de tanta desesperación en los cuarteles y en los civiles por dejar la huella de sus codos en las mesas del restaurant de tío Alejandro. Mi madre le volvía a preguntar a mi tía por el cautivante sazón del sudado con pejesapo. Tal vez como es norteño Alejandro aprendió por allá por Cajamarca o quizás en las ferias del Porvenir, respondía la tía. Los comensales decían que el tío era experto en pescados, que de su impronta salían caldos de pescado llamados “Chilcano” y los más deliciosos sudados. Que preparaba un cebiche que hacía salivar a más de uno mientras cortaba los limones, las cebollas y lo servía jugoso en platos familiares que ponía los ojos redondos como el universo con los sabores más rijosos del firmamento. Pero lo mejor, lo supremo, eran sus jaleas y el sudado especial de pejesapo, que era el más caro, pero aún así, el más solicitado. Eran innumerables los comentarios que escuchaba al dar mi vuelta por las mesas de los comensales que esperaban salivando sus pedidos gastronómicos.

Muchas veces hemos oído hablar de la universidad de la vida, pero pocas hemos precisado epicentros donde se den este tipo de clases, ya entre mi me daba cuenta que aprendía muchas cosas significativas en cada visita que mi madre realizaba a la picantería. Aquel fue su atractivo y su pudor sin duda para tío Alejandro. Sus exclusivos clientes sabían bien que ahí se iban a encontrar a sí mismos y también con esos seres que vivían preocupados por el origen de las cosas, por explicar los fenómenos sistémicos y por el fondo y la forma estética con qué explicar que la vida existe de otra manera simple y no como dice Baldor, tan exactamente correcta.

Aunque ya lo he mencionado en otras descripciones de arrabal, la vida se ha hecho para disfrutarla con diálogos cotidianos, triviales o trascendentes, triunfales o dramáticos, amargos o dulces. Puede que nos interrumpa el ingreso de un choro bien plantado como un gran maestro o un irreverente poeta chavetero; debemos estar a la altura de los hombres de arrabal y no perder la compostura, ni creernos más ni menos, solían comentar algunos parroquianos tras la fulgurante presencia de uno que otro inesperado visitante. Las cervezas iban llenas y venían vacías entre las frases de los parroquianos, así se quedaran misios, pero eso sí, bien comidos, con su pejesapo adentro. A la medianoche, como por efectos de la luna llena, cual hombres lobos, casi siempre la jauría humana se amotinaba. No obstante, que yo sepa, jamás se desató una bronca que lamentar. Nunca supe de un chavetazo o botellazo, aunque si percibí un cierto temor en mis primas que casi no dormían sino hasta saber que ya el negocio estaba cerrado.

Al promediar la mañana y llegado el mediodía, todo era ternura, todo corazón. Familias enteras venían a degustar las exquisiteces del lugar. Parejas de enamorados, niños, abuelitos, jóvenes hombres y mujeres daban rienda suelta a complacer sus antojos gastronómicos. Al atardecer comenzaban a llegar los amigos de la noche, cual “batmans” salidos de sus “baticuevas”. Venían preparados para atragantarse de jaleas y sudados y trasnocharse, y en ese ojal de la vida que se vuelve noche, no faltaba alguno que ensayaba algún bolero desafinado, felizmente cubierto por el sonido original de un LP de Lucho Barrios, Iván Cruz, Guiller o Pedrito Otiniano. Allí aprendí a sentir lo que sentían todos aquellos desafinados fans de Jaramillo, Alci Acosta, Daniel Santos, Felipe Pirela, a sentir la poesía de sus temas “corta venas", de sus temas de despecho, de sus desamores, de sus cursilísimos afanes. Y de alguna forma me servía para comprender que no había amor más sublime que el de mi madre, que sin duda era superior a cualquier parafraseo despechado entre parejas.

Después de más de veinte años volví a visitar a mi tía. Mi tío ya no estaba. Había pasado a la eternidad y con él su histórico restaurant. Sólo alcancé a ver una bodeguita en lo que antes era parte de su amplio salón. Atiné a pedirle una gaseosa al dependiente donde alguna vez alcancé a probar una exquisita chicha de jora. Mi estómago era más testigo que mi corazón de mi amor por tan memorable lugar. La dependiente que había alquilado el lugar me dijo que tocara en la puerta contigua para ingresar al segundo piso donde se encontraba mi tía. Iba acompañado de mis retoños, mis dos nenes y su mami. Fue inmensa la alegría de volver a ver y sentir las caricias de mi tía, incluso en los cariños a mis nenes. La acompañaban dos de sus hijas, Doris y Carolina, también su nieto Renato, que era su nuevo engreído. Ya sus fuerzas no eran las mismas pero tomó la iniciativa de indicarle a Doris para preparar un buen sudado de aquellos del tío Alejandro. Siempre tuve la impresión que el tío andaba por ahí en algún lugar de la casa, que simplemente había cambiado de estado, sentía su energía. Y la sentía al conversar con Carolina y ver a Renato y la sonrisa eterna de la tía acariciando a mis niños. Por eso recuerdo esta última visita, como un iceberg de mis cariños más profundamente entrañables y, mientras escribo estas líneas, unas lágrimas humedecen mis pupilas.

En uno de sus últimos viajes a Caracas mi madrecita me comentó que había hablado con el tío, unos años antes de todo aquello, y que literalmente había vuelto a la vida. Había sido parte de una operación quirúrgica al corazón y le habían colocado un marcapasos. Le había revelado que todo aquello había sido como un sueño para él:

“Yo ya estaba muerto Iris. Sentí que flotaba por los aires frente a mi cuerpo, me sentía liberado, como que me hubieran quitado un peso de encima y observé luego que ya no estaba aquí, que andaba caminando como por la nubes. De pronto apareció una especie de tren a lo lejos, venía a velocidad repleto de gente. Gritaban mi nombre, ¡Alejandro, Alejandro! y yo corrí y corrí hasta intentar abordar el tren, pero al observar bien, me fijé que eran una especie de esqueletos o calaveras todos ellos, entonces me acordé de mis hijos, de Zoila y de mis nietos y desperté en la sala de operaciones del hospital. Los doctores decían, gracias a Dios agarró el marcapasos".

Y como estoy seguro que el tío no desea que su recuerdo sea distinto al catecismo gastronómico que recibí en el entrañable barrio de San Martín de Porres, voy a terminar deteniéndome en esa especie de rockola que matizaba el ambiente con clásicos discos de la Sonora Matancera, con “achoramientos” musicales de Héctor Lovoe y Daniel Santos y con un poco de ruda para espantar las tragedias y rozar el cielo en plena tierra junto al infernal sonido de la vida. He de terminar estas líneas, debo hacerlo, con ese “saoco” burbujeante de los jijunas que dieron vida a toda esta experiencia vivencial en medio del cachito y la cerveza. Y lo más importante, con el recuerdo al final de la jornada, tras cruzar la medianoche, de espectar alguna “cowboyada” en la tv junto a mi tío, viéndolo dormir después de haber sido arrullado por “Maverick” y por sus mavericks contemporáneos a lo largo de su agitado día. Allí me quedo, con la sonrisa de tío Alejandro y las dulces caricias de tía Zoila.

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Written by JORGE CARRION RUBIO

Soy tal vez aquella brisa que acaricia tu existencia, es decir, escritor, poeta, periodista, hombre de a pie. Si me buscas en google reconocerás mis pasos…

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