ÉRASE UNA VEZ… NUESTRO COLEGIO

JORGE CARRION RUBIO
14 min readAug 27, 2021

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Hace poco me enteré que uno de estos entrañables amigos del colegio había partido al infinito. Se me vinieron a la mente estas líneas de pensamiento y lo más triste, saber que hace muy poco lo llamé por teléfono para preguntarle si tenía algún contacto con los candidatos al congreso peruano, toda vez que me habían contado que laboraba en una administración edilicia limeña y como yo andaba buscando entrevistados políticos para mí programa televisivo, qué mejor que hablar con Gamarrita (Q.E.P.D.)

La etapa colegial, ahora que es virtual, suena a cuentos extraños y entrañables. Y no me refiero a las clases actuales a las que están sometidos nuestros hijos vía internet, sino a aquellos años donde nuestras clases eran reales y tangibles. Sin duda, si continuamos asi de virtuales, cada día resultarán más extrañas y entrañables aquellas clases de carne y hueso. Lo cierto es que es una de las etapas más raras de la vida, desde el primer día de clases, cuando uno pasa de ser un niño y/o adolescente de su casa o de su barrio, a convertirse en un “niño, niña" u adolescente a quien todos comienzan a ver diferente. Uno sufre una repentina transformación: de ser un imberbe “mocoso", “mocosa", que sólo vive para jugar, se convierte en un hombre o mujer que se ve obligado a pensar mucho más que de costumbre y por ende, estudiar.

Cuando ingresamos al San Clemente, hablo en plural para ir describiendo no necesariamente conductas propias sino genéricas de mis compañeros de estudio, veíamos a la institución educativa como un paso muy grande, casi imposible de superar. Esto obedecía, en parte, al temor infundido por nuestros padres sobre esta nueva etapa en nuestras vidas en un colegio bilingüe.

Inicialmente nos creíamos el discurso del gran colegio, interiorizábamos estas recomendaciones, pero luego nos dábamos cuenta de que nuestros padres maximizaban estas experiencias educativas probablemente para hacernos creer que serían difíciles y que cuando veamos que no necesariamente eran así, nos sintamos con cierta ventaja y conformidad de estar ahí detrás de la lectura, lección, escritura, aprendizaje en general.

Al principio éramos tipos comunes y corrientes, nada sobresalientes que podíamos pasar desapercibidos. Incluso las niñas, porque era una experiencia educativa mixta. Pero el instinto de autodestrucción típico de especímenes como nosotros terminaba venciéndonos. Fueron apareciendo paulatinamente en escena esas características de muchachos inquietos, molestosos, impacientes, irascibles, inadaptados sociales y todo lo contrario, fraternos, solidarios, querendones. Como es de suponer ni siquiera sabíamos el nombre de nuestros compañeros. Emergían casi por inercia las chapas o apelativos antes que los nombres: Lobo, Gusi, Miguel Bosé, Comegato, Osito, Mandibulín, Picapiedra, Perfil de apache, Salsa, entre otros, que como siempre, los mismos obedecían a nuestros defectos y características. En lo particular prefería siempre sentarme en las primeras filas del aula. Los más atroces en conducta, preferían los últimos lugares, los rincones. Durante los recreos salía a conocer la fauna que me rodeaba. No eran tiempos de celulares que permitieran algún tipo de salvación existencial de aquel submundo de miradas atrevidas y de juegos violentos. Así es que no había nada mejor que unirse al grupo para dar rienda suelta a nuestras habilidades extremas, donde el fútbol o fulbito, con o sin canchas de por medio, copaban el patio, atropellando a más de un despistado compañero de estudios. Sin embargo, no todos adoptábamos esa catársis deportiva para mantener nuestra esencia juguetona, propia de nuestra edad. Algunos recurrían a un walkman, (invento revelación de la época) para escuchar algunos temas musicales del momento. Esa puerta de escape los ayudaba a soportar el natural aburrimiento que propiciaba esta nueva etapa en sus vidas. Los días y semanas transcurrían y como somos animales de costumbres, la sociabilización se tornaba inevitable, empezabas a conocer gente con tus mismos gustos, el fútbol, la salsa, nacían los amigos, incluso descubríamos cosas de nosotros que no sabíamos.

No faltan los protagonismos extremos de alumnos que eran sumamente crueles. Habían sido expulsados de colegios emblemáticos por conducta y bajo coeficiente académico, “repitentes”. Llegaban a parar a nuestro recién inaugurado Centro Educativo Particular que tenía las puertas abiertas a discreción, producto de una ley hecha a la medida de sus dueños, la educación estaba exonerada de pagar impuestos. Era un negocio redondo que dio origen a los Acuña Peralta del país. Estos crueles alumnos, eran así por culpa nuestra, de los adultos, de la sociedad, que no fuimos capaces, como aún no lo somos, porque no hemos podido superar estos recurrentes cuadros educacionales en nuestro país, no somos capaces, repito, de crear ambientes de respeto en los que nuestros muchachos crezcan sintiéndose queridos y con una autoestima saludable. De allí, desde sus carencias, estos muchachos buscaban la manera de destacar, de hacerse visibles socialmente, no importaba si el modo era erróneo, haciendo daño a los demás, lo importante era figurar. Así, aparecía en escena un chino que se creía Bruce Lee, que desafiaba a quien se le atravesara en el camino. Pero no era tonto, cuando veía algún destello de “calle” o envergadura en su rival, lo evitaba o lo unía al grupo. Otros, atizados por la manchita de desaforados aspirantes a palomillas, se veían obligados a agarrarse a puños a la salida del colegio. El punto más estratégico para ello, eran los botecitos de Santa Beatriz, que cuentan era sólo un reflejo de la histórica laguna que existió en la zona del Campo de Marte, allá por los años 40, formada por una antigua acequia, “que se originaba en el Huatica, y que regaba esta otrora zona rural y agrícola de Lima. La Hacienda Santa Beatriz, empezaba en las esquinas de 28 de Julio y Petit Thouars. Una acequia, brazo del Huatica, venía por allí".

La verdad que ninguno de los que llevábamos al bote quería verse en el “in fighting", éramos nosotros, la fauna crepuscular del salón los que metíamos candela a los ardientes pugilistas. Así llegamos al borde de los afamados botecitos a espectar peleas de lo más fraternas que infraternas, al mismo tiempo tan equilibradas que tras unos cuantos rounds, y tras caer el menos fuerte al piso, continuaba la brega hasta terminar abrazándose uno a otro, y culminar el combate siendo los mismos amigos de siempre.

Hasta aquí no había mayor trauma de por medio, al contrario, cada bronca era un escarmiento y por qué no una lección tanto para el vencedor como para el vencido, pues siempre terminábamos siendo más amigos incluso que antes de cada pelea. El problema se presentaba con algunos cuadros de abuso psicológico frente a aquellos alumnos en quienes la violencia no figuraba en sus códigos comunicacionales. Generalmente estos cuadros son propalados por algunos personajes que conservan una descarga irracional inminente, y son víctimas que se convierten en abusadores para crear nuevas víctimas. Aquí nos encontramos ante daños físicos y psicológicos muy serios. Las víctimas llegaban al punto de tener miedo de ir al colegio o de hacer lo posible por dejar de ir. Muchachos amedrentados por una turba de bullyngs constantes que callaban sus problemas ante sus familiares. Habían otros que se armaban de valor y se agarraban a puños para defender sus dignidades. Generalmente estos respondían a unas bromas de mal gusto que tenían que ver con una supuesta inclinación a la “mariconería”. No por casualidad los afectados eran los más gorditos de la clase. En opinión de los acosadores, “los más tetones" y “potoncitos". En varias ocasiones Marchena se armó de valor y puso en su sitio a más de uno, propinándole tremenda golpiza que probaba su virilidad. Aunque “las locas también pegan duro", decían sonrientes los “bullyngnistas” acosadores.

Detrás de las semanas, las tareas, los primeros exámenes, los meses también pasaban y el año llegaba a su fin casi sin pena ni gloria para la gran mayoría de los estudiantes. Para mi, quedó la satisfacción de pasar el año con buenas calificaciones, además de un reconocimiento inesperado tras unas olimpiadas deportivas donde participé en un deporte en el que la mente es la principal protagonista: el ajedrez. Era mi primer año en el colegio y tenía que jugar la final frente a uno de quinto año. Para colmo mi rival venía de ganar en todas las disciplinas deportivas, según él mismo me comentó para amedrentarme, que sólo le faltaba ganar en ajedrez. Pero se encontró con la horma de su zapato y aquella tarde, tras una larga y reñida partida, recibió un jaque mate con dos caballos.

Esa experiencia ajedrecística me llevó a representar a mi colegio en el campeonato “interescolar” de ajedrez de aquel año, llegando a conocer al más grande, Julio Granda, quien con el paso de los años, resultó ser un genio internacional. Reflexiona Granda respecto a este deporte: “El ajedrez es como un ejercicio de la verdad fallida, porque no somos capaces de alcanzarla, pero en ese ejercicio de intentar la verdad, tu puedes ir desarrollando cierta honestidad y eso es importante porque el pensamiento es engañoso, en cambio en el ajedrez intentas encontrar la mejor jugada, te vas a equivocar siempre, pero ese ejercicio es muy importante”.

Julio Granda, campeón mundial de ajedrez.

Y como el pensamiento es engañoso, el año escolar llegó a su fin, y así, el tiempo entre año y año se hizo cada vez más corto. De pronto, no había transcurrido mucho de haberme tirado a dormir cuando ya debía alistar mi maleta y volver a resetearme la vida.

Siempre he sido un entusiasmado por el estudio, no sé si buen o mal estudiante, pero diría yo que no me ha ido mal en estos asuntos. De modo que así como llegó el primer año, llegó el segundo, y uno confiado, pensando que las cosas seguirán igual. Volviendo a mi vida monótona, pero esta vez con un plan bajo la manga: aprender de mí mismo. Cumplir con mis obligaciones escolares y dejar un tiempo para mí. Ya no me preocupaba conocer el nombre e inquietudes de mis nuevos compañeros de clase, pues casi todos eran los mismos y los conocía de memoria. Sin embargo, llegaba nuevamente a la jungla, saliendo del cascarón que había formado para vivir, y me daba cuenta que el mundo era diferente, no sin antes preguntarme, tal vez, de haberme quedado en ese cascarón todo habría sido diferente.

Para este tiempo nuestra manada estudiantil ya estaba clasificada en grupos, utilizando términos selváticos: en “presas débiles", conformadas por los que nadie respetaba pues no eran ni estudiosos ni atléticos; y aunque suene cruel, ya que así eran y son nuestros muchachos, por aquellos que no servían para nada aleccionante o vandálico. En “carroñeros" que eran aquellos que hacían leña del árbol caído, los que convertían una disputa en una hecatombe de proporciones bíblicas, los “chacoteros", cizañeros, candeleros. Y estaban “los cazadores", aquellos ubicados en la cima de esta pirámide: que podían ser los atléticos en su mayoría, fornidos, robustos, líderes vandálicos o los eruditos, unos cuantos “nerds" que tenían como su mejor escudo sus conocimientos a los cuales recurrían los más palomillas para pasar exámenes o tareas difíciles, de allí que era mejor no tocarlos y de alguna forma seguirlos o protegerlos.

Yo no encajaba en ninguna de esas categorías pues era lo que, comúnmente, se conoce como ‘norio’. La gente me necesitaba de vez en cuando y tenía un grado de respeto y aprecio. Nunca me interesaron las disputas entre otros y mucho menos molestar sin sentido a los demás. Aunque me identificaba un poco con ello, no podía evitarlo, eran simples rasgos de inmadurez de la edad que tenía. Y de vez en cuando me unía al coro del salón que gritaba: ¡señora Marchena, lara, lararará! Pero sólo eran una especie de alaridos que se me pasaban en cuanto ingresaba la maestra o maestro, según sea el caso. No podía ser de otra manera porque Gamarrita, por ejemplo, era mi pata y buen muchacho, aunque igual a veces le cantábamos, en son de broma: ¡a Gamarra le gusta el pon, poron, poroporopopon!. Total que al no hallarme en ningún grupo, casi siempre era neutral aquel año y el resto de años que anduve en el San Clemente, pasando por lo general desapercibido.

Pero uno de esos años llegué confiado, pues ya conocía el sistema y podía navegar en él como quisiera. Sin embargo, las cosas cambiaron de un momento a otro. Aparecieron nuevos compañeros en clase. Otros se fueron. Y me sentí como si estuviera en el inicio nuevamente. Esta vez no perdí tiempo y comencé a socializar de una vez, intentando reconocer los potenciales grupos que aparecerían en escena. Fui conociendo a esa nueva gente, pero me sentía diferente porque las chicas llamaban más mi atención. Y en especial miss Amelia, nuestra maestra de inglés. Su belleza obnubilaba mi frágil mente. Tenía ojos sólo para ella, quizás de allí que casi no recuerde algún dingolondango con alguna compañera de clase, excepto Sandra Villa, que en primer año era la más atractiva de la clase y compañera de tareas. Lástima que era una de las que ya no formaba parte de la escuela para aquel momento . Pero estaba miss Amelia y era suficiente. Ella me consentía al extremo de dejar que me la pasara literalmente contemplando su belleza sin hacer absolutamente nada, entredormido. Igual mis notas estaban garantizadas, aunque a ciencia cierta fue un periodo negativo para mi aprendizaje del idioma inglés, al margen de este idilio correspondido solo en mis calificaciones aprobatorias, más no en las artes amatorias que tanto las deseaba. Un día me armé de valor, no sé si lo puedo llamar así, tal vez fue todo lo contrario porque aproveché la soledad del aula en la que se encontraba la miss, para interrumpirla y revelarle mi amor. Ella me miró fijamente con sus claros ojos y su extraño silencio me hizo imaginar lo inimaginable. De pronto sus manos rozaron mis mejillas, y entre mi, dije, será que se cumplió mi deseo. Su angelical rostro fue acercándose lentamente hacia el mío. Cierra los ojos, me dijo. Cuando esperaba recibir la suavidad de sus carnosos labios sobre los míos, sentí esa misma suavidad sobre mi frente. ?¡Tengo novio y estoy enamorada de él, además eres un niño para mi!, me terminó de arrojar un baldazo de agua fría en sus palabras. Sin embargo, como era característico en mi, atiné a sonreír y decirle, pero aún es libre de elegir entre el presente y el futuro, recuerde que yo soy su futuro, vengo de él. Nos echamos a reír, yo disimulando mis casi lágrimas y ella deslumbrada por tan suprema imaginación.

La vida siguió su rumbo y entonces proseguí mi idilio imaginario, aunque ligeramente más arrebatado que de costumbre. A veces casi rozaba con lo absurdo, pero siempre mantenía el equilibrio entre la locura y el narcisismo, lo que siempre me ha parecido interesante.

Formé rápidamente amistad con los nuevos compañeros de clase, pero esta vez empecé a formar una amistad que al pasar del tiempo se fue fortaleciendo o desapareciendo, dependiendo del apego emocional que lográbamos formar y de las disponibilidades de tiempo.

Esta vez, la clasificación selvática que utilicé antes no fue necesaria pues todos juntos formábamos un grupo equilibrado que no necesitaba divisiones. Habíamos comenzado a madurar y a ver la vida más alturadamente.

Con una serie de anécdotas, llegaban a su fin estás nuevas etapas, tercero, cuarto años transcurrieron con la misma fuerza que los años anteriores, aunque con algunos cambios. Entendí que el estilo y la forma de ser propios no solo servían para sobresalir y destacar algo de ti frente al mundo, sino que también sirve para llamar la atención del sexo opuesto o del grupo que te circunda.

Que la inteligencia no es la herramienta fundamental para triunfar en la vida, pues puedes ser un tonto perseverante que seguro llegarás más lejos que un sabio que no dice nada por temor a ser juzgado, o por temor a atreverse.

Comprendí que nunca es tarde para conocerte a ti mismo, que siempre se puede empezar de cero, que un plan nunca es tan descabellado como para no intentarlo pues cuando estás a punto de errar hallas la solución o en el peor de los casos de los errores aprendes.

La vida nunca me hará sonreír tanto como al recordar cada aventura, cada venganza y cada sueño que, aunque inútil, cumplí. Como el romántico sueño de miss Amelia; enfrentar la mirada desafiante de miss Liza, a la hora de impartir el control del alumnado; comprender la sapiencia del Dr. Adrián Albarracín y José Dextre Granados, directores y dueños de la institución educativa.

Ahora que intento transcribir todo este recorrido existencial de aculturamiento y después de haber pasado por la experiencia pedagógica, en los Andes y en la selva amazónica peruana, así como más allá de las fronteras hacia el Caribe sudamericano; me coloco del lado de la histórica pizarra y siento que venimos perdiendo la batalla frente al WhatsApp y Facebook. Que por más emoción que le pongamos a nuestras clases virtuales, son interrumpidas por un selfie o un emoji que despista a nuestros frágiles estudiantes. Veo que nuestros muchachos de ahora siguen teniendo la inteligencia, el carisma y el calor de siempre. Pero hay una estafa de por medio, pues la culpa no es totalmente de ellos. La falta de cultura, el desinterés y el desarraigo existencial no les nacieron solos, sino que les fueron implantando a nuestras nuevas generaciones, matando su curiosidad cíclicamente, con cada maestro que dejó de corregirles las faltas ortográficas, con cada funcionario y mandamás iletrado carente de un léxico adecuado que llega al poder para estropearlo, mutilando la palabra, la expresión, la frase, la oración, y lo más triste, los mensajes cada vez más entrecortados, atropellados, sin sentido y violentos. Lo malo termina siendo aprobado como mediocre; lo mediocre pasa por bueno; y lo bueno, cada vez más escaso, se celebra como supuestamente brillante.

Quiero quedarme con el recuerdo de todo lo positivo de estos aculturados tiempos, no quiero ser parte del círculo perverso que ve con malos ojos las inconductas propias de la etapa escolar, del descubrimiento de la vida, de los disparatados adolescentes que andan aprendiendo del error, pues nadie nace odiando, sino que nuestra sociedad nos induce al odio, como igualmente nos induce a amar a nuestros semejantes. Pero como somos hijos del amor, el triunfo más cercano al corazón está garantizado. Así es que, extraigamos de los viejos tiempos lo mejor y difundámoslo por las redes sociales para contrarrestar estos vacíos existenciales en nuestras generaciones virtuales.

Hace poco me enteré que uno de estos entrañables amigos del colegio había partido al infinito. Se me vinieron a la mente estas líneas de pensamiento y lo más triste, saber que hace muy poco lo llamé por teléfono para preguntarle si tenía algún contacto con los candidatos al congreso peruano, toda vez que me habían contado que laboraba en una administración edilicia limeña y como yo andaba buscando entrevistados políticos para mí programa televisivo, qué mejor que hablar con Gamarrita.

¡Qué bueno que estés de vuelta por Perú entrevistando gente! Ya habrá oportunidad para reunirnos y recordar aquellos tiempos viejo amigo. He perdido contacto con los políticos, ya no trabajo en los Olivos.

Total que comenzó la pandemia y no hubo mayor encuentro, sino todo lo contrario, un fatal desencuentro al enterarme que Gamarrita había partido al más allá. No queda más que recordarlo, tal cual recordamos todo un tiempo de aleccionamientos, de vicisitudes, de emociones que fueron formando lo que hoy somos, y por qué no, lo que seremos más allá de este mundo ancho y ajeno. Tal vez seamos una simple y a la vez profunda lección, esas que tanta falta hacen en estos tiempos de educación virtual.

¡Hasta siempre Gamarrita! ¡Cuídense muchachos!

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JORGE CARRION RUBIO
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Written by JORGE CARRION RUBIO

Soy tal vez aquella brisa que acaricia tu existencia, es decir, escritor, poeta, periodista, hombre de a pie. Si me buscas en google reconocerás mis pasos…

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